La filosofía como práctica. Por Roque Farrán

Imagen de portada: Subhran Karmakar

 

Me cuesta explicar por qué escribo lo que escribo, por qué planteo una filosofía práctica, por qué propongo ejercicios concretos; y qué son, en definitiva, esos ejercicios. Pero, por eso mismo he escrito ya varios libros. Y continúo. Lugares de ejercicio, explicación e historización. A veces me imagino que es obvio, pero no lo es. Pareciera que lo más difícil es explicar lo que se está haciendo mientras se lo hace, más aún cuando se trata de una forma de leer, escribir, meditar, ponerse a prueba y exponerse para que otros se animen, a su vez, si así lo desean. Porque la explicación no quiere ser demostrativa ni persuasiva, apenas quiere acompañar el gesto o el acto que vale por sí mismo. Porque se trata de una forma de vida. Como no hay metalenguaje ni manual explicativo para todo caso, debo decir lo que hago y relanzar el juego, la apuesta, una y otra vez. Si lo puedo hacer no es porque sepa cómo o porque siga algún mandato, sino porque me orienta el simple contento de sí.

 

I

 

En su Ética, Spinoza le da un papel fundamental al contento de sí [aquiescentia in se ipso]. He tratado de remarcarlo en La razón de los afectos. El contento de sí es un afecto subversivo, no es individual o colectivo, puede ocurrirle tanto a un sujeto como a un pueblo. Es la alegría que surge de considerarse a sí mismo y considerar la propia potencia de obrar. Esto es, más acá de valoraciones instituidas, de éxitos y resultados, de miradas aprobatorias o reprobatorias. El giro reflexivo, ético y político, que nos lleva a afirmarnos en nuestra potencia de obrar, es el mejor remedio que tenemos contra la estulticia y la fluctuatio animi que se induce por todos los medios del poder real. Como decía Deleuze, comentando a Spinoza, el poder necesita sujetos tristes.

Así es que, luego de salir campeones del mundo y de los multitudinarios festejos colectivos, surgió una pregunta: ¿Cómo conservar la alegría? Pero esa no es una pregunta adecuada. En primer lugar, porque la alegría es un afecto de incremento de la potencia: cuando pasamos de un estado de menor potencia a otro de mayor potencia. Por tanto, conservar o reproducir la alegría es un contrasentido. Es el deseo o conatus lo que define la irreductible perseverancia en el ser: el conservarse en la potencia de existir. En segundo lugar, porque esa perseverancia puede orientarse por ideas adecuadas o inadecuadas, puede ser activa o reaccionaria; de allí la paradoja afectiva de las “alegrías del odio”.

Lo que tendríamos que preguntarnos entonces es qué mecanismos nos sustraen la potencia de existir en acto, nos hacen creer que no podemos aumentar nuestra potencia de obrar o que no tenemos derecho a la alegría si no pagamos un tributo, si no lo merecemos en función de escalas de valor predeterminadas que nada tienen que ver con nuestra complexión afectiva, o que sólo podemos obtener goce de la privación de otros, etc. Preguntarnos qué estamos haciendo para reproducir esos mecanismos que nos sustraen la potencia de actuar, que no nos permiten afirmarnos en nosotros mismos, mirarnos bailar o escucharnos cantar alegres, escribir y compartir pensamientos gratuitamente. Hacerlo porque sí, inventando nuestros medios y motivos. Ser amigos en los gestos liberados, alentarnos entre nosotros, en lugar de calificarnos o evaluarnos prestando nuestros gentiles servicios al discurso del amo que nos entristece para gobernarnos mejor.

El deseo que me moviliza a escribir es que podamos encontrar o recrear entre todos más espacios de composición virtuosa, donde cada quien pueda expresar su singular persistencia, donde ayudar a otro sea mostrarle su propia potencia y no querer conducirlo a un modelo ideal que lo esclaviza y nos empobrece. Aunque sea a la distancia, aunque sea intermitentemente, podemos generar alegría inventando los modos y los medios adecuados para anudar lo singular y lo colectivo.

 

II

 

También resulta poco adecuado plantear la dicotomía típica entre humanismo y posthumanismo, entrepensamiento crítico o poscrítico, cuando todo apunta a lo peor. El asunto es cómo nos pensamos a nosotros mismos en relación a otros seres y al conjunto de lo existente, cómo dejamos de suponer una jerarquía de valores o establecer prioridades ónticas sin evitar nuestra responsabilidad por ser como somos.

Foucault fue el primero en hablar explícitamente de la muerte del hombre. Pero luego se percató que semejante diagnóstico epocal afectaba fundamentalmente a ciertos saberes que lo reducían a ser mero objeto de investigación, mientras que los procesos de subjetivación no cesan de recomenzar en nuestra milenaria cultura. El antropocentrismo es una invención reciente, sin dudas, el posthumanismo no cesa de recordárnoslo en todas sus variantes explicativas. En la antigüedad el ser humano no se consideraba el centro del universo: distintas prácticas y saberes cosmológicos lo hacían parte de un conjunto infinito en incesante transformación. Se trataba de realizar ejercicios de transformación subjetiva, ejercicios espirituales o prácticas de sí, como supieron ver Hadot y Foucault. 

El riesgo que corremos en el presente es no captar que el descentramiento de lo humano no nos desresponsabiliza en absoluto de proponer otros modos de subjetivación y tecnologías de sí acordes a un entendimiento complejo del conjunto de lo existente, incluidas las nuevas tecnologías de poder. No se trata de puntos de vista explicativos, sino de modos de hacer consecuentes.

El pensamiento político contemporáneo tiene que volver a reintrincarse no sólo con las dimensiones ontológicas y epistémicas renovadas por los lenguajes de época, sino fundamentalmente con ejercicios de subjetivación ética que hagan cuerpo los saberes en torno a lo real. Pues no hay otra resistencia al poder político que la relación de sí consigo mismo. Algo que el neoliberalismo detesta, y por eso propone la figura moderna del esclavo: el empresario de sí que se explota y descompone hasta la náusea.

La verdadera potencia se encuentra en una recursividad infinita, causa inmanente de todas las cosas, que hace de cada quien su pliegue o modo singular susceptible de entrar en resonancia y composición con otros. La alegría que emerge del encuentro con la causa inmanente es un índice suficiente de que el hombre no está condenado a la náusea o la estupidez de concebirse sólo como un rostro que se borra en la arena —quizá sea más como la espuma que emerge del mar en el vaivén de las olas sobre la playa.

 

III

 

Por supuesto que todo ello requiere de una práctica consecuente, no sucede de manera espontánea. Cada práctica despliega una potencia y un valor propios, pero necesitamos pensar su articulación conjunta.

No hay práctica simple, cualquier practicante lo sabe. Incluso quien practica las distinciones y sutilezas conceptuales. Una práctica no sólo se define por materiales y procedimientos específicos, sino por relaciones ideológicas, políticas, económicas y éticas que la condicionan, además del producto que es su efecto (deseado o no). Es complejo, aunque no tanto.

A veces es necesario olvidar todo eso para que la práctica sea efectiva, pero no al punto de caer en la ingenuidad de creer que se está completamente libre de determinaciones. La libertad se alcanza en el juego de dislocación y sobredeterminacion que excede las particularidades y evita la hipóstasis abstracta del concepto. La generalidad es la desafección del concepto que no hace cuerpo, la teoría espontánea de todo practicante.

Por tanto, sólo del conocimiento de lo singular emerge el concepto novedoso que orienta una vida y una práctica. Concepto que a su vez puede ser transmitido, formalizado o no, porque un practicante entiende que lo esencial es el fracaso de la relación y la persistencia en el ser. Allí responde cada vez ante las afecciones que lo solicitan.

No hay relación porque hay relaciones, composiciones y descomposiciones. Hasta el fin, en el cual se ejercita como anticipo lógico, cada vez que retoma los materiales de su práctica concreta, como si fuese lo único que importase sobre la faz de la tierra. Puede ser la escritura, por ejemplo, si transforma su objeto en sujeto y subvierte el medio que le es propicio: el lenguaje. Un enunciado, un precepto o un axioma bien ejercitados hacen cuerpo el pensamiento. 

Sólo en esa concentración absoluta de la práctica singular se encuentra la cifra de la eternidad y se despeja la maraña de determinaciones que nos condicionan. No hay epistemología ni teoría del conocimiento que lo garanticen, aunque hay relaciones con la verdad que son índices de sí misma y de lo falso. Es lo que produce una idea adecuada. Cualquier practicante lo sabe.

 

IV

 

La verdad no es un cuerpo de doctrina, una imagen o una idea fija en la que ampararnos para tiranizar o creernos superiores a los demás. La verdad es una relación singular que establecemos con ciertos enunciados, axiomas y saberes que nos permiten transformarnos a nosotros mismos en la prueba con lo real, e invitar a otros que los practiquen si les parecen convenientes. O, si no, que encuentren los suyos. La relación con la verdad es clave para salir de la estulticia y la desorientación imperantes, que hacen del no saber la clave de la dominación contemporánea. No podemos quedarnos en la oscilación entre duda y certeza: la primera sería atribuida a espíritus cultos o inteligentes y la segunda a estúpidos o fanáticos, porque en el medio hay quienes se aprovechan de ese cómodo reparto. Tenemos que proponer y ejercitarnos en verdades que nos permitan afrontar lo real y transformarnos, no permanecer en la duda constante o la identidad fallida.

Por último, para orientarnos en lo real propongo ejercitarnos en relación a cuatro tópicos:

1. Con respecto a la naturaleza: todos los seres somos parte de una misma sustancia infinita que se transforma incesantemente, no ocupamos ningún lugar privilegiado en relación al conjunto; nuestras partes se disolverán y entrarán en composición con otros seres, oportunamente, así como nosotros provenimos también de otros.

2. Con respecto a la muerte: como todos los seres cumplimos un proceso vital de composición y descomposición natural, no hay que apegarse demasiado ni sufrir por el tiempo que nos toca en suerte, sino aprovechar cada momento y disfrutar lo más que podamos; vivir cada conjunción y disyunción como una pequeña muerte que permite desprendernos de nuestra identidad imaginaria.​

3. Con respecto al presente: es el único tiempo que poseemos, el instante evanescente, el pasado y el futuro son inciertos; del primero sólo importan las tradiciones, legados y saberes que usaremos a nuestro modo; del segundo sólo la certeza de que no somos inmortales y un uso materialista de la imaginación acotada en función de estos tópicos.

4. Con respecto a nosotros mismos y los otros: lo único que importa es alcanzar la imperturbabilidad del alma, el ejercicio templado de las virtudes, así como actuar con justicia y benevolencia; no importan en absoluto las opiniones, valoraciones sociales y suposiciones respecto a los otros.

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