Lacan y los surrealistas III. Segundo manifiesto de los surrealistas (1930).


Después de cuarenta años de la publicación del Primer manifiesto del surrealismo aparece por primera vez en español la serie de manifiestos surrealistas que constituyen la clave de un movimiento artístico y, entonces, ético, de importancia excepcional. La presente traducción de los dos primeros manifiestos fue realizada hace más de setenta años atrás. Una publicación que fracasó siempre en las distintas tentativas de publicación, por lo que, como se decía, fue publicada cuarenta años después de que fuera escrita. Lo que revela la calidad altamente subversiva de un texto que figura entre las expresiones fundamentales del siglo pasado. 

En el Margen, publica los tres manifiestos surrealistas en cuatro entregas, de las cuales ésta, la presente es la tercera e incluye el Segundo Manifiesto, habiéndolo  hecho ya con la primera parte del mismo dividida en dos entregas. También hará lugar al intercambio epistolar entre Freud y Bretón y, de igual modo, al producto resultante de los intercambios entre Lacan y el surrealismo de su época.

El psicoanálisis, tal y como dice Lacan, en El deseo y su interpretación, toma fenómenos marginales en su tratamiento -como el sueño, el chiste, el lapsus y el síntoma-  a la vez que los cimientos de su discurso se construyeron y continúan haciéndolo, en primer lugar, a partir de la experiencia del análisis, pero también a partir de la lectura, interpretación, importación y transliteración de otros discursos y praxis. Otros discursos y praxis dentro de los que se cuentan la literatura, las vanguardias, la topología, la matemática, la poesía, la antropología, etc.  Otros discursos y praxis que son, cada vez, el otro a partir del cual encuentra su singularidad y especificidad el discurso del psicoanálisis, siempre en el margen, por tanto, de la ciencia, la religión, la cosmovisión y el arte.

La presente publicación se encuentra causada en la afirmación que antecede esta oración y, en que el Movimiento Surrealista tiene un doble interés para el psicoanálisis: porque fue una influencia decisiva en la génesis y el desarrollo del surrealismo, y porque a su vez este mismo movimiento fue decisivo en la llegada al psicoanálisis de Lacan. Así como Bretón encontró una referencia inspiradora en La interpretación de los sueños, Lacan encontró una referencia inspiradora en el descentramiento del sujeto y la radical puesta en cuestión del estatuto del objeto que impulsó el surrealismo. 

Los invitamos a adentrarnos en la lógica surrealista, a precipitarnos en su alteridad, pasando, porqué no,  por la discordancia y lo extraño, esperando encontrar, ahí, el rasgo que autoriza la identificación que constituye el discurso del psicoanálisis como tal.

También los invitamos a participar de cuatro encuentros presenciales en donde se tratará el tema: Lacan y los surrealistas, a cargo de Helga Fernández, analista, columnista, editora de esta revista e invitada a participar en esta nueva actividad.Los encuentros están dirigidos a escritores, lectores y analistas.

Facundo Soares, edición.


Advertencia para la reedición del Segundo manifiesto (1946).

Estoy persuadido, al permitir que reaparezca hoy el Segundo manifiesto del surrealismo, de que el tiempo se ha encargado de suavizar por mí sus aristas polémicas. Deseo que haya corregido, aunque sea hasta cierto punto a mis expensas, los juicios a veces apresurados que emití sobre diversos comportamientos individuales tal como creí verlos delinearse entonces. Este aspecto del texto sólo puede justificarse ante quienes se tomen el trabajo de situar el Segundo manifiesto en el clima intelectual del año que lo vio nacer. Justamente alrededor de 1930, los espíritus liberados adquieren conciencia del próximo e ineluctable retorno de la catástrofe mundial. A la difusa desorientación resultante, admito que se superpuso en mí otra preocupación: ¿cómo sustraer a la corriente cada vez más imperiosa, la barca que algunos de nosotros habíamos construido con nuestras propias manos para remontar esa misma corriente ? Ante mis propios ojos, las páginas que siguen evidencian molestos rasgos de nerviosidad. Tienen en cuenta agravios de importancia desigual: no hay duda que algunas defecciones fueron dolorosamente sentidas, y que la actitud —completamente incidental— frente a los casos de Baudelaire, de Rimbaud, induciría a pensar, en un primer momento, si se la toma aisladamente, que los más vapuleados podrían muy bien ser aquellos que fueron depositarios de la mayor confianza inicial, aquellos de quienes más se había esperado. Con la perspectiva del tiempo, la mayor parte de ellos han llegado a comprenderlo tan bien como yo, de modo que entre nosotros se produjeron ciertos acercamientos, al mismo tiempo que acuerdos de apariencia más durable eran a su vez denunciados. Una asociación de hombres como la que permitió la edificación del surrealismo —tan ambiciosa y apasionada como no se había conocido igual por lo menos desde el sansimonismo— no deja de obedecer a ciertas leyes de fluctuación que justifican muy humanamente la incapacidad de una firme decisión desde el interior. Los recientes acontecimientos, al encontrar alineados en el mismo frente a todos aquellos que el Segundo manifiesto enjuicia, demuestran que su formación común fue sana, y confieren objetivamente un límite razonable a sus altercados. En la medida en que algunos de ellos han podido ser víctimas de los acontecimientos o, de un modo más general, víctimas de la vida —pienso en Desnos, en Artaud— me apresuro a declarar que los yerros que me aconteció adjudicarles caen por su propio peso, como también en el caso de Politzer —cuya actividad se ha concretado permanentemente fuera del surrealismo, razón por la cual no tenía por qué rendir al surrealismo cuentas de ella— no me avergüenza reconocer que me equivoqué en un todo en cuanto a su personalidad.

Lo que a quince años de distancia aparece como vulnerable en algunas de mis presunciones contra unos y otros, no me quita libertad para alzarme contra la afirmación recientemente emitida de que en el seno del surrealismo las divergencias políticas habrían estado determinadas por «cuestiones personales». Las cuestiones personales sólo fueron discutidas por nosotros a posteriori y no llegaron a hacerse públicas sino en los casos en que podían pasar por flagrantes transgresiones —que repercutirían en la historia de nuestro movimiento— a los principios fundamentales sobre los cuales se asentaba nuestro acuerdo. Se trataba entonces, y todavía se trata, del mantenimiento de una plataforma lo bastante móvil para enfrentar los cambiantes aspectos del problema de la vida, al mismo tiempo que lo bastante estable para testificar sobre la no ruptura de cierto número de compromisos mutuos —y públicos— contraídos en la época de nuestra juventud. Los panfletos con que unos surrealistas fulminaban, como ha podido decirse, a los otros, atestiguan, ante todo, la imposibilidad para ellos de situar el debate a menor nivel. Si la vehemencia de la expresión parece en ellos desproporcionada, a veces, a la desviación, al error o a la falta» que pretenden estigmatizar, creo que, fuera del juego de cierta ambivalencia de sentimientos a la que ya hice alusión, ello debe atribuirse al malestar del tiempo, y también a la influencia formal de buena parte de la literatura revolucionaria, en la que conviven la expresión de ideas generales y rigurosas con todo un alarde de arranques agresivos de poca monta dirigidos a tal o cual de sus contemporáneos.

ANALES MÉDICOS • PSICOLÓGICOS DIARIO DE LA ALIENACIÓN MENTAL Y DE LA MEDICINA LEGAL DE LOS ALIENADOS CRÓNICA* LEGITIMA DEFENSA.

En el último número de los Anales Médico – psicológicos, el doctor A. Rodiet, en el curso de una interesante crónica, habló de los riesgos profesionales del médico de hospicio. Citó los recientes atentados de los que fueron víctimas muchos de nuestros colegas e investigó los medios de protegernos eficazmente contra el peligro que representa el contacto permanente del psiquiatra con el alienado y su familia.

Pero el alienado y su familia constituyen un peligro que yo calificaría de «endógeno»; está ligado a nuestra misión, y es su corolario obligado. Simplemente lo aceptamos. No sucede lo mismo con un peligro que yo denominaría «exógeno» y que, éste sí, merece toda nuestra atención. Pareciera que debiera provocar reacciones más importantes de nuestra parte.

He aquí un ejemplo particularmente significativo: uno de nuestros enfermos, maníaco reivindicador, perseguido y especialmente peligroso, me proponía, con suave ironía, la lectura de un libro que circulaba libremente en las manos de otros alienados. Ese libro, recientemente publicado por las ediciones de la Nouvelle Revue Frangaise, parecería recomendable por su origen editorial y su presentación correcta e inofensiva. Era Nadja, de André Breton. Florecía allí el surrealismo con su voluntaria incoherencia, sus capítulos, hábilmente deshilvanados, y ese arte delicado que consiste en mistificar al lector. En medio de extravagantes dibujos simbólicos, se encontraba la fotografía del profesor Claude. Un capítulo, en efecto, nos estaba especialmente consagrado. Los infortunados psiquiatras eran allí copiosamente injuriados, y un pasaje (marcado con un trozo de lápiz azul por el enfermo que nos había ofrecido tan amablemente ese libro) atrajo muy particularmente nuestra atención; contenía estas frases: «Sé que si estuviera loco, a los pocos días de estar internado aprovecharía una remisión de mi delirio para asesinar fríamente al que se pusiera a mi alcance, con preferencia al médico. Por lo menos ganaría, corno los locos furiosos, que me colocaran en una celda individual. Quizás también me dejaran en paz.»

No se puede encontrar una incitación al homicidio más característica. Sólo provocará nuestro orgulloso desdén o quizás apenas llegue a rozar nuestra indolente indiferencia.

Recurrir, en casos semejantes, a la autoridad superior, nos parecería dar muestras de un alborotamiento tan fuera de lugar que no nos animaríamos ni a pensarlo. Y sin embargo, hechos de ese género se multiplican todos los días.

Considero que nuestra displicencia es culpable en gran parte. Nuestro silencio puede hacer sospechar de nuestra buena fe, y alentar todas las audacias.

¿Porqué nuestras sociedades, nuestra corporación, no han de reaccionar ante tales incidentes, trátese de un hecho colectivo o de un caso individual? ¿Por qué no hacer llegar una nota de protesta a un editor que publica una obra como Nadja, y por qué no intentar una acción judicial contra un autor que, en nuestra opinión, ha rebasado los límites del decoro?

Creo que sería interesante (y constituiría nuestro único medio de defensa) encarar en el marco de nuestra corporación, por ejemplo, la constitución de un comité encargado especialmente de estas cuestiones.

El doctor Rodiet terminaba su crónica con estas palabras: «El médico de hospicio puede reivindicar con justo título el derecho de ser protegido sin restricción por la sociedad que él mismo defiende…»

Pero la sociedad parece olvidar a veces la reciprocidad de los deberes. A nosotros toca el recordárselo.

Paul Abél.

SOCIEDAD MEDICO – PSICOLÓGICA.

SESIÓN DEL 28 DE OCTUBRE DE 1929.

Habiendo presentado el señor Abély una comunicación sobre las tendencias de los autores que se denominan surrealistas y sobre los ataques que dirigen contra los médicos alienistas, esta comunicación da lugar a la siguiente discusión:

DISCUSIÓN.

DR. DE CLÉRAMBAULT: Pregunto al profesor Janet qué vínculos existen entre el estado mental de los sujetos y los caracteres de su producción.

P. JANET: El manifiesto del surrealismo incluye una introducción filosófica digna de atención. Los surrealistas sostienen que la realidad es fea por definición; la belleza sólo existe en lo que no es real. El hombre introduce la belleza en el mundo. Para producir lo bello hay que apartarse en lo posible de la realidad. Las obras de los surrealistas constituyen principalmente confesiones de obsesos y escépticos.

DR. DE CLÉRAMBAULT: Los artistas excesivistas que lanzan modas impertinentes, a veces con el apoyo de manifiestos que condenan todas las tradiciones, me parece que, desde el punto de vista técnico,y cualquiera que sea el nombre que ellos adopten (y cualquiera que sea el género de arte y la época incriminada), pueden ser todos calificados de «procedistas». El procedismo consiste en ahorrarse el esfuerzo de pensar, y especialmente el de la observación, para aplicarse a una factura o a una fórmula determinadas, con el cuidado de producir un efecto único, esquemático y convencional: de ese modo se logra una producción rápida, con las apariencias de un estilo, y soslayando las críticas que una similitud con la vida facilitaría. Descubrir esta degradación del trabajo resulta particularmente fácil en el terreno de las artes plásticas; pero puede ser igualmente demostrada en el dominio verbal. El género de orgullosa pereza que engendra o que favorece el procedismo, no es privativo de nuestra época. En el siglo XVI los conceptistas, gongoristas y eufuistas; en el siglo XVII, los preciosistas fueron todos procedistas. Vadius y Trissotin eran procedistas, aunque más moderados y laboriosos que los de hoy, quizás porque ellos escribían para un público más selecto y erudito. En los dominios de la plástica, el auge del procedismo parece datar tan sólo del último siglo.

P. JANET: En apoyo de la opinión del Dr. Clérambault traigo a colación ciertos «procedimientos» de los surrealistas. Sacan, por ejemplo, cinco palabras al azar del interior de un sombrero y realizan series de asociaciones con esa cinco palabras. En la Introducción al Surrealismo se da a conocer toda una historia con estas dos palabras: pavo y sombrero de copa.

DR. DE CLÉRAMBAULT: En una parte de su exposición, el doctor Abély les ha revelado una campaña de difamación. Este punto merece ser comentado. La difamación forma parte de los riesgos profesionales del alienista; ella nos ataca, si la ocasión se presenta, con motivo de nuestras funciones administrativas o de nuestra acción como expertos: sería justo que la autoridad que nos designa nos protegiera. Contra todos los riesgos profesionales, de cualquier naturaleza que fueren, el técnico debería estar garantizado por disposiciones precisas que le aseguraran ayuda inmediata y permanente. Estos riesgos no son sólo de orden material sino también moral. La preservación contra esos riesgos implicaría socorros, subsidios, apoyo jurídico y judicial, indemnizaciones, y hasta, a veces, una pensión permanente y total. En la fase de urgencia, los gastos de asistencia pueden ser cubiertos por una Caja de seguro mutuo; pero en última instancia deben ser solventados por la autoridad misma durante cuyo servicio se han sufrido los daños.

La sesión se levanta a las 18 horas.

Uno de los secretarios, Guiraud.


A despecho de los caminos particulares de cada uno de los que han proclamado o proclaman su afinidad con el surrealismo, se acabará por conceder que éste no propendió sino a provocar, desde el punto de vista intelectual y moral, una crisis de conciencia de una índole lo más general y lo más grave posible: el haber o no alcanzado este objetivo será lo único que decidirá sobre su éxito o fracaso histórico.

Desde el punto de vista intelectual se trataba, y aún se trata, de comprobar por cualquier medio, y de poner en evidencia, a cualquier precio, el carácter facticio de las viejas antinomias hipócritamente destinadas a prevenir toda inoportuna agitación del hombre, sea inculcándole el convencimiento de la indigencia de sus posibilidades, sea prohibiéndole zafarse, en una valedera medida, de la opresión universal. El espantajo de la muerte, los cafés cantantes del más allá, el naufragio de la más bella razón en el sueño, la abrumadora cortina del porvenir, las torres de Babel, los espejos de la inconsistencia, el infranqueable muro del dinero salpicado de sesos, todas esas imágenes tan impresionantes de la catástrofe humana no son quizás sino imágenes.

Todo nos induce a creer que existe un punto del espíritu donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, lo pasado y lo futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de ser percibidos como contradictorios. Sería vano buscar en la actividad surrealista otro móvil que la esperanza de determinar ese punto. De aquí se desprende claramente cuán absurdo resultaría adjudicarle una orientación exclusivamente destructora o constructora: el punto en cuestión es a fortiori aquel en que la construcción y la destrucción dejan de ser blandidas la una contra la otra. También es evidente que el surrealismo no está interesado en todo lo que se produce a su alrededor con los pretextos de arte o anti-arte, de filosofía o antifilosofía; en una palabra, en todo aquello cuya finalidad no sea el aniquilamiento del ser en un diamante interior y ciego, que puede ser tanto el alma del hielo como la del fuego. ¿Qué pueden esperar de la experiencia surrealista quienes todavía conservan alguna preocupación por el lugar que ocuparán en el mundo? En ese lugar mental donde sólo cabe emprender para sí mismo un peligroso aunque — así creemos — supremo reconocimiento, no puede ser cuestión de atribuir la menor importancia a los pasos de los que llegan o se van, ya que esos pasos se producen en una región donde, por definición, el surrealismo no tiene oídos. No sería deseable que éste dependiera del humor de tales o cuales hombres. La declaración de su capacidad para arrancar al pensamiento, por métodos que le son propios, de una servidumbre cada vez más dura, y para restituirlo al camino de la comprensión integral, devolviéndole su pureza primitiva, es justificativo suficiente para que se le juzgue sólo por lo que ha hecho y por lo que le resta hacer para dar cumplimiento a su promesa.

Antes de proceder a una rendición de cuentas es importante saber a qué clase de virtudes morales recurre el surrealismo, ya que hunde sus raíces en la vida — y no es, sin duda, por azar que lo hace en la vida de este tiempo — en el momento en que yo recargo esta vida de anécdotas tales como el cielo, el ruido de un reloj, el frío, un malestar, vale decir que vuelvo a hablar de ella de un modo corriente. Nadie está exento de pensar en esas cosas, o de tener apego a un peldaño cualquiera de esa escala degradada, a no ser que haya superado la última etapa del ascetismo. Es justamente desde el repugnante hervidero de esas representaciones carentes de sentido que nace y se nutre el deseo de ir más allá de la insuficiente y absurda distinción entre lo bello y lo feo, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal. Y como del grado de resistencia que esta idea de elección encuentra depende el vuelo más o menos seguro del espíritu hacia un mundo por fin habitable, se concibe que el surrealismo no tema hacer un dogma de la rebelión absoluta, de la insumición total, del sabotaje sistematizado, y que no espere ya nada que no provenga de la violencia. El acto surrealista más simple consiste en salir a la calle empuñando revólveres y tirar sobre la multitud al azar cuantas veces sea posible. Quien no ha tenido, siquiera una vez, deseos de acabar de ese modo con el pequeño sistema de envilecimiento y cretinización en vigor tiene su lugar señalado en esa multitud, con su vientre a la altura del tiro (1). La legitimidad de tal acto no es — en mi criterio — en absoluto incompatible con la creencia en ese resplandor que el surrealismo intenta descubrir en el fondo de nosotros. Sólo he querido dar entrada aquí a la desesperación humana, fuera de la cual no hay nada capaz de justificar esta creencia. Es imposible estar de acuerdo con una prescindiendo de la otra, y quien fingiera adoptar dicha creencia sin participar realmente de esta desesperación no tardaría en tomar apariencia de enemigo a los ojos de los que comprenden. Parece cada vez menos necesario buscar precursores de esta disposición espiritual, que encontramos tan ocupada consigo misma, y que denothinamos surrealista. En lo que a mí respecta no me opongo a que los cronistas, judiciales y otros, la consideren específicamente moderna. Deposito más confianza en este instante actual de mi pensamiento que en toda la significación que quiera dársele a una obra acabada, a una vida humana llegada a su término. Nada más estéril, en definitiva, que esa perpetua interrogación a los muertos: ¿Se convirtió Rimbaud la víspera de su muerte? ¿Se encuentran en el testamento de Lenin los elementos para una condenación de la política actual de la III Internacional? ¿Un defecto físico insoportable y de índole puramente personal fue la causa del pesimismo de Alfonso Rabbe? ¿Se manifestó Sade en plena Convención como contrarrevolucionario? Basta con plantear estas cuestiones para tener idea de la fragilidad del testimonio de los que ya no existen. Hay demasiados canallas interesados en el éxito de esta empresa de desvalijamiento espiritual para que yo los siga en ese terreno. En cuestión de rebeldía ninguno de nosotros debe tener necesidad de antepasados. Tengo que precisar que, en mi opinión, es necesario desconfiar del culto a los hombres, por grandes que en apariencia sean. Con la excepción de uno solo, Lautréamont, no veo quién no haya dejado algún rastro equívoco de su paso por el mundo. Inútil discutir sobre Rimbaud: Rimbaud se engañó, Rimbaud quiso engañarnos. Es culpable ante nosotros de haber permitido, de no haber hecho imposibles, ciertas deshonrosas interpretaciones de su pensamiento al estilo Claudel. Tanto pero también para Baudelaire («Oh Satán…») y esta regla eterna de su vida: «Rezar todas las mañanas mi plegaria a Dios, fuente de toda fuerza y justicia, a mi padre, a Mariette, y a Poe, como intercesores». El derecho a contradecirse, admitámoslo; ipero hay un límite! ¿A Dios, a Poe? ¿Poe, a quien en las revistas policiales se lo tiene, con justo título, por el maestro de los policías científicos (De Sherlock Holmes a Paul Valéry…)? ¿No es vergonzoso presentar bajo una luz seductora de intelectualidad a un tipo de policía, siempre de policía, y dotar al mundo de un método policíaco? Escupamos de paso sobre Edgar Poe (2).

Si gracias al surrealismo podemos desechar sin vacilaciones la idea según la cual las cosas que «existen» son las únicas posibles, y si sostenemos que por un camino que «existe», que podemos mostrar y ayudar a seguir, se puede llegar hasta lo que se afirmaba que no existe; si no encontramos palabras suficientes para estigmatizar la bajeza del pensamiento occidental; si no tememos entrar en insurrección contra la lógica; si no juráramos nunca que un acto cumplido durante el sueño tiene menos sentido que uno ejecutado despierto; si ni siquiera estamos seguros de que no terminaremos un día (mientras tanto yo escribo: un día; yo escribo: mientras tanto), que no terminaremos de una vez con el tiempo, vieja farsa siniestra, tren en perpetuo descarrilamiento, pulso loco, inextricable amontonamiento de bestias que revientan o ya reventaron, ¿cómo se pretende que demostremos ternura o incluso tolerancia frente a un aparato de conservación social de cualquiera clase? Sería el único delirio realmente inaceptable para nosotros. Todo está por hacerse y todos los medios deben ser buenos para destruir las ideas de familia, patria, religión. Por conocida que sea la posición surrealista a este respecto, es necesario insistir que no implica concesiones. Los que hemos tomado la responsabilidad de sostenerla persistimos en anteponer esa negación liquidando todo otro criterio de valor; estamos dispuestos a gozar plenamente de la aflicción tan bien fingida con la que el público burgués (siempre tan innoblemente dispuesto a perdonamos ciertos «errores de juventud») acoge la irresistible necesidad que nunca nos abandona de revolcarnos de risa ante la bandera francesa, de vomitar de asco al rostro de todos los sacerdotes, y hacer blanco en la ralea de los «deberes esenciales» con el arma de largo alcance del cinismo sexual. Combatimos la indiferencia poética en todas sus formas; el arte como distracción, la investigación erudita, la especulación pura; no queremos nada en común con los pequeños o grandes ahorristas del espíritu. Todas las cobardías, todas las abdicaciones, todas las traiciones posibles no nos impedirán que acabemos con esas bagatelas. Es interesante observar además que, librados a sí mismos, aquellos que nos han puesto en la necesidad de dejarlos de lado, bien pronto perdieron pie, teniendo que recurrir a los más miserables expedientes para recobrar el favor de los defensores del orden, grandes partidarios todos de un rasero que iguala las cabezas. Una fidelidad sin desfallecimientos a las obligaciones del surrealismo supone un desinterés, un desprecio por los riesgos, un rechazo de toda transacción, que muy pocos son capaces de mantener por largo tiempo. Aunque no quedara ninguno de los que en los comienzos hicieron depender sus perspectivas de significación y su afán de verdad, del surrealismo, éste seguiría viviendo. De todas maneras ya es demasiado tarde para que el grano no germine hasta el infinito en el terreno humano, en compañía del miedo y otras variedades de malezas que han de dar cuenta de todo. A esto se debe que me haya propuesto, como lo atestigua el prefacio a la reedición del Manifiesto del surrealismo (1929), abandonar silenciosamente a su triste destino a cierto número de individuos que me dan la impresión de haberse hecho justicia a sí mismos: es el caso de Artaud, Carrive, Delteil, Gérard, Limbour, Masson, Soupault y Vitrac, citados en la primera edición del Manifiesto (1924), y de otros más. Habiendo cometido el primero de estos señores la imprudencia de lamentarse, creo oportuno modificar mi primera intención:

«Hay —escribe Artaud a L’Intransigeant, el 10 de setiembre de 1929— en la nota sobre el Manifiesto del surrealismo aparecida en L’Intransigeant del 24 de agosto último, una frase que despierta muchas cosas: ‘El señor Breton no ha considerado oportuno hacer ninguna corrección en esta reedición de su libro — especialmente en lo que se refiere a nombres — , y tal cosa le honra, aunque de todos modos las rectificaciones se hacen solas’. Lo que Breton invoca como honor para juzgar a cierto número de personas a las que se refieren las rectificaciones supradichas tiene que ver con una moral de secta con la que ha estado infectada hasta ahora sólo una reducida minoría literaria. Hay que dejar a los surrealistas esos juegos de papelillos comprometedores. Por otra parte, todo lo ocurrido hace un año en el asunto Ensueño se aviene mal con la palabra honor».

Me cuidaré de polemizar con el firmante de tal carta sobre el sentido absolutamente preciso que yo le doy a la palabra honor. No hubiese yo dado importancia al hecho de que un actor, teniendo como norte el lucro o la pequeña gloria, pusiera en escena suntuosamente una obra del vacío Strindberg, a la que ni él mismo concede importancia; repito, que no encontraría nada de particularmente reprochable si este actor no se hubiese presentado de cuando en cuando como hombre de pensamiento, de furor y de sangre, o no hubiese sido el que en algunas páginas de La Révolution Surréaliste ardía, según él, en el deseo de quemarlo todo, y pretendía no esperar nada sino de «ese grito del espíritu que se vuelve hacia sí mismo, decidido a pulverizar desesperadamente todas sus trabas». Mas, i ay!, fue ése tan sólo un papel que representó como tantos otros. Montó El Ensueño de Strindberg al saber que la embajada sueca costearía los gastos (Artaud no ignora que yo puedo demostrarlo), y aun advirtiendo que con eso calificaba el valor moral de la empresa, no le importó. Siempre evocaré a Artaud con dos polizontes a sus flancos en la puerta del teatro Alfred Jarry azuzando a una veintena más de gendarmes contra los únicos amigos que todavía la víspera había reconocido como tales, habiendo previamente negociado en la comisaría el arresto de los mismos. Todo esto justifica de sobra que Artaud encuentre molesto el que yo hable de honor.

Aragon y yo hemos podido comprobar, por la acogida que tuvo nuestro aporte crítico en el número especial de Variété: «El surrealismo en 1929», que la molestia cada vez menor que experimentamos, a medida que pasa el tiempo, para establecer la calificación moral de las personas, que la desenvoltura con que el surrealismo se jacta de agradecer los servicios prestados a quienquiera que sea, ante la menor claudicación, no es del gusto de algunos canallas de la prensa, para quienes la dignidad del hombre sólo constituye motivo de mofa. ¿Qué idea es ésa de exigir tanto de la gente de un dominio que, salvo algunas excepciones románticas: suicidio y demás, hasta ahora resulta muy poco controlado? ¿Para qué seguir afectando repulsión? Un policía, algunos vividores, dos o tres rufianes de la pluma, algunos desequilibrados, un cretino, a los cuales nada se opondría a que se les reunieran un pequeño número de seres sensatos, firmes y probos, que se calificaría de energúmenos, ¿no tendríamos aquí todo lo necesario para formar un equipo divertido, inofensivo, exactamente a la imagen de la vida, un equipo de hombres pagados por partido, y que ganan acumulando tantos? MIERDA.

La confianza del surrealismo no puede estar ni bien ni mal colocada, por la simple razón de que no está colocada en ninguna parte. Ni en el mundo sensible, ni de un modo sensible fuera de tal mundo, ni en la continuidad de las asociaciones mentales que hacen depender muestra existencia de una necesidad natural o de un capricho superior, ni en el interés que podría tener el «espíritu» en entendérselas con nuestra clientela de paso. Y mucho menos aún — y esto se sobreentiende — en los recursos cambiantes de los que han comenzado por depositar su fe en él. No es un hombre cuya rebeldía se canaliza y se agota quien podrá impedir que esa rebeldía siga rugiendo amenazadora, ni podrán tampoco impedir por muchos que esos hombres sean — y la historia es casi sólo una crónica de su ascender de rodillas — que esta rebelión logre domar, en los grandes instantes oscuros, a la bestia siempre renaciente del «conviene más». A estas horas hay todavía por el mundo, en los colegios, hasta en los talleres(3), en las calles, en los seminarios, en los cuarteles, seres jóvenes, puros, que rehúsan doblegarse. Sólo a ellos me dirijo, para ellos acometo la empresa de defender al surrealismo de la acusación de ser apenas un pasatiempo intelectual como cualquier otro. Que ellos indaguen, sin prejuicios, qué es lo que hemos querido hacer, que nos ayuden o, de lo contrario, que nos releven uno a uno, si fuera necesario. No vale la pena que nos defendamos de la acusación de haber pretendido formar un círculo cerrado, y únicamente pueden sacar provecho de propagar tal rumor aquellos cuyo acuerdo más o menos breve con nosotros ha sido denunciado por nosotros por vicio redhibitorio. A éstos pertenece el señor Artaud, como ya se ha visto, y como se hubiese podido confirmar cuando clamaba por su madre al ser abofeteado por Pierre Unik en un corredor de hotel. A éstos también pertenece el señor Carrive, incapaz de encarar problemas como el político y el sexual de otro modo que no fuera bajo el ángulo del terrorismo gascón, mísero apologista, al fin de cuentas, del Garine de Malraux. A ellos pertenece el señor Delteil con su innoble crónica sobre el amor en el número 2 de la Révolution Surréaliste (Dirección Naville) y su aporte a la literatura desde su exclusión de nuestro grupo: «Los poilus», «Juana de Arco», con lo que no vale la pena insistir. También pertenece a ellos el Sr. Gérard, único en su género, eliminado realmente por imbecilidad congénita, con una evolución distinta del caso anterior: quehaceres menudos en La Lutte de classes , en La Verité», nada importante. Tenemos el señor Limbour, casi desaparecido también: escepticismo y coquetería literaria en el peor sentido de la palabra. También el señor Masson, cuyas convicciones surrealistas, aunque ostentosamente pregonadas, no resistieron a la lectura de un libro titulado El surrealismo y la pintura ls en que el autor, poco respetuoso-en verdad de tales jerarquías, no creyó necesario darle más espacio que a Picasso, que Masson considera un crápula, o a Max Ernst, a quien acusa tan sólo de no pintar tan bien como él. Estas explicaciones las recogí de boca del mismo Masson». A ellos pertenece Soupault, y con él la infamia total: no hablemos . de lo que publica con su firma sino de lo que no firma: las notículas que desliza furtivamente — aunque lo niegue con una agitación de rata que da vueltas en el ratódromo — , como la siguiente, aparecida en el diario chantajista Aux Ecoutes: «El señor André Breton, jefe del grupo surrealista, ha desaparecido de la guarida de la banda en la calle Jacques Callot (se trata de la antigua Galería Surrealista). Un amigo surrealista nos informa que han desaparecido junto con él algunos libros de contabilidad de la extraña sociedad del barrio latino dedicada a la supresión de todo. Se nos hace saber también que el exilio del señor Breton se ve suavizado por la deliciosa compañía de una blonda surrealista». René Crevel y Tristan Tzara saben ya quién es el autor de determinadas revelaciones asombrosas sobre sus vidas, y de otras imputaciones calumniosas. Por mi parte, confieso que experimento cierto placer cuando el señor Artaud intenta hacerme pasar gratuitamente por deshonesto, así como cuando el señor Soupault tiene la desfachatez de insinuar que soy un ladrón. Y mencionaremos finalmente al señor Vitrac, auténtico estercolero de las ideas — dejémosle la «poesía pura» en compañía de esa cucaracha de abate Brémond —, pobre pelele de una ingenuidad tal que le ha hecho confesar que su ideal como hombre de teatro — ideal que naturalmente comparte con Artaud — sería organizar espectáculos que rivalizaran en belleza con las batidas policiales (declaración del teatro Alfred Jarry, publicada en la Nouvelle Revue FranÇaise)’ . Todo esto es — como puede apreciarse — bastante jocoso. Y muchos, muchos más que no encuentran cabida en esta enumeración, sea porque su actividad pública es en extremo insignificante, sea porque su trapacería se ha desarrollado en un terreno más limitado, o porque hayan salido del paso con algún rasgo de humor; todos han servido para probarnos que hay muy pocos hombres, entre los que se ofrecen, capaces de estar a la altura de la intención surrealista, y también- para convencernos de que aquello que a la primera flaqueza los juzga y los precipita irrevocablemente a su pérdida, aunque el número de los que queden sea menor que el de los que caen, obra en provecho de esa intención.

Sería demasiado pedirme que me abstuviera por más tiempo de este comentario. En la medida de mis recursos estimo que no estoy autorizado a pasar por alto a los abyectos, a los simuladores, a los arribistas, a los falsos testigos y a los soplones. El tiempo perdido en la espera de poder confundirlos puede todavía recuperarse, pero sólo recuperarse contra ellos. Pienso que esta discriminación muy precisa es la única perfectamente digna del objetivo que perseguimos, pienso que habría cierta ceguera mística en subestimar el alcance disolvente de la estada de estos traidores entre nosotros, como sería la más lamentable ilusión de carácter positivista suponer que esos traidores, que sólo han hecho un tanteo, puedan permanecer insensibles a nuestra sanción(4).

Y el diablo proteja, una vez más, la idea surrealista, así como cualquier otra idea que tienda a tomar una forma concreta, para que pueda someter a ella todo lo que sea posible imaginar de mejor en el orden de los hechos, del mismo modo que la idea de amor tiende a crear un ser, que la idea de revolución tiende a precipitar el día de la revolución, hechos sin los cuales esas ideas carecerían de sentido — recordemos que la idea de surrealismo tiende simplemente a la recuperación total de nuestra energía psíquica por medio del descenso vertiginoso en nosotros mismos, la iluminación sistemática de los lugares ocultos y el oscurecimiento progresivo de otros lugares, el paseo perpetuo en el corazón mismo de la zona prohibida, y recordemos que no hay ninguna perspectiva seria de que su actividad cese en tanto que el hombre sea capaz de distinguir un animal de una llamarada o de una piedra —, el diablo proteja, repito, la idea surrealista de comenzar a andar sin avatares. Es absolutamente necesario que hagamos como si estuviéramos realmente en el mundo para atrevemos después a formular algunas reservas. Aunque disguste, pues, a los que se desesperan de vernos abandonar a menudo las alturas a las que nos relegan, emprenderé la tarea de hablar aquí de la actitud política, «artística», polémica, que puede, al final de 1929, ser la nuestra, y fuera de ella, poner en evidencia la oposición que en realidad le hacen algunos comportamientos individuales, elegidos entre los más típicos y los más particulares de hoy.

No sé si corresponde contestar aquí a las objeciones pueriles de los que, computando las conquistas posibles del surrealismo en el dominio poético, donde se inició su acción, se inquietan de verle tomar partido en la querella social, y pretenden que lleva todas las de perder. Se debe, sin discusión, a pereza de parte de ellos, o a la expresión desfigurada del deseo que tienen de limitarnos. En la esfera de la moralidad — creemos que Hegel ha dicho de una vez por todas — , en tanto se distingue de la esfera social, sólo se tiene una convicción formal, y si mencionamos la verdadera convicción es para destacar la diferencia, y para evitar la confusión en que se podría incurrir al considerar la convicción tal como es aquí, o sea la convicción formal, como si fuera la convicción verdadera, en tanto que ésta sólo se produce primeramente en la vida social. (Filosofía del Derecho). Un enjuiciamiento de la suficiencia de esta convicción formal carece hoy de sentido, y querer que a todo precio nos atengamos a ella no honra ni la inteligencia ni la buena fe de nuestros contemporáneos. No existe, desde Hegel, sistema ideológico alguno que pueda, sin derrumbarse inmediatamente, sustraerse de colmar el vacío que dejaría en el pensamiento mismo el principio de una voluntad que actúa por su propia cuenta y enteramente encaminada a reflejarse en sí misma. Cuando hago recordar que la lealtad, en el sentido hegeliano de la palabra, sólo puede ser función de la penetrabilidad de la vida subjetiva por la vida «sustancial» y que, sean las que fueren las divergencias, esta idea no ha encontrado ninguna objeción fundamental por parte de espíritus tan diversos como Feuerbach, quien termina negando la conciencia como facultad particular; como Marx, enteramente dominado por la necesidad de modificar de cabo a rabo las condiciones externas de la vida social; como Hartmann, que extrae de una teoría del inconsciente de base ultrapesimista una afirmación nueva y optimista de nuestra voluntad de vivir; como Freud, que insiste cada vez más sobre la presión propia del superyo, pienso que nadie se asombrará de ver al surrealismo aplicarse, al pasar, a cosas distintas de la resolución de un problema psicológico, por interesante que éste sea. Es en nombre del reconocimiento imperioso de esta necesidad que estimo imposible evitarnos el planteo, del modo más candente, de la cuestión del régimen social bajo el que vivimos: me refiero a la aceptación o no aceptación de ese régimen. En nombre de este reconocimiento resulta más que tolerable que yo incrimine, de paso, a los tránsfugas del surrealismo, para quienes lo que yo sostengo aquí es demasiado difícil o demasiado elevado. Hagan lo que hagan, aunque saluden con gritos de falsa alegría su propia retirada, y por más que nos hagan objeto de una grosera decepción — y con ellos todos los que dicen que tanto vale un régimen como otro porque de todas maneras el hombre será vencido — no me harán olvidar que no será a ellos, así espero, sino a mí a quien corresponderá gozar de esa «ironía» suprema que se aplica a todo y también a los regímenes. Esa ironía les será rehusada porque está más allá — pero lo implica previamente — de todo acto voluntario que consiste en describir el ciclo de la hipocresía, del probabilismo, de la voluntad que quiere el bien y de la convicción. (Hegel: Fenomenología del espíritu).

El surrealismo, si entra especialmente en el camino de enjuiciar las nociones de realidad e irrealidad, de razón y sinrazón, de reflexión e impulsión, de saber y «fatal» ignorancia, de utilidad e inutilidad, etc., presenta con el materialismo histórico por los menos esa analogía de tendencia que parte «del colosal aborto» del sistema hegeliano. Me parece imposible asignar límites — los del marco económico, por ejemplo — , al ejercicio de un pensamiento definitivamente agilizado en la negación, y en la negación de la negación. ¿Cómo admitir que el método dialéctico no puede aplicarse con validez sino a la solución de los problemas sociales? Toda la ambición del surrealismo es suministrarle posibilidades de aplicación desvinculadas del dominio consciente más inmediato. No veo — aunque disguste a ciertos revolucionarios de espíritu limitado — por qué tendríamos que abstenemos de agitar; siempre que encaremos desde el mismo ángulo que ellos encaran la Revolución (y también nosotros) los problemas del amor, del sueño, de la locura, del arte y de la religión (5). Ahora ya no temo decir que antes del surrealismo no se había hecho nada sistemático en ese sentido, y que en el punto en que lo habíamos encontrado, también para nosotros «el método dialéctico bajo su forma hegeliana era inaplicable». Se trataba, también para nosotros, de la necesidad de acabar con el idealismo propiamente dicho, para lo cual sólo la creación de la palabra surrealismo nos significaba una garantía y, para retomar el ejemplo de Engels, de la necesidad de no atenernos al desarrollo pueril: «La rosa es una rosa. La rosa no es una rosa. Y sin embargo, la rosa es una rosa», pero que se me permita este paréntesis, para arrastrar a «la rosa» en un movimiento provechoso de contradicciones menos benignas, en el que ella sea sucesivamente la que proviene del jardín, la que ocupa un lugar destacado en un sueño, la que no es posible apartar del «ramillete óptico», la que puede cambiar totalmente de propiedades al pasar por la escritura automática, la que ya no tiene más que lo que el pintor ha querido que conservara de rosa en un cuadro surrealista, y finalmente, la que, completamente distinta en sí misma, retorna al jardín. Lejos está esto de una visión idealista cualquiera y ni siquiera nos defenderíamos si pudiéramos dejar de ser blanco de los ataques del materialismo primario, ataques que proceden a la vez de quienes, por conservadorismo subalterno, no tienen ningún interés en poner en claro las relaciones del pensamiento y de la materia, y de quienes, por un sectarismo revolucionario mal entendido, confunden, menospreciando lo que se pregunta, este materialismo con el que Engels distinguía esencialmente, y que definía ante todo como una intuición del mundo llamada a ser puesta a prueba y a realizarse: En el transcurso del desarrollo de la filosofía, el idealismo se tomó insostenible y fue negado por el materialismo moderno. Este último, que es la negación de la negación, no significa la mera restauración del antiguo materialismo: agrega a los fundamentos durables de éste, todo el pensamiento de la filosofía y de las ciencias de la naturaleza en el transcurso de una evolución de dos mil años, más el producto mismo de esa larga historia. Nosotros queremos también partir de una posición tal que la filosofía nos resulte superada. Creo que es el destino de todos aquellos para los que la realidad no tiene únicamente una importancia teórica sino que, además, es una cuestión de vida o muerte hacer un llamamiento apasionado, como lo quería Feuerbach, a esa realidad: nuestro destino es dar como damos, totalmente, sin reservas, nuestra adhesión al principio del materialismo histórico, el de ellos, arrojar al rostro del mundo intelectual atónito la idea de que «el hombre es lo que come», y que una revolución futura tendría mayores perspectivas de éxito si el pueblo recibiera una alimentación mejor, de la clase de los guisantes en lugar de patatas.

Nuestra adhesión al principio del materialismo histórico.., no puede haber equívoco en esto. Si no dependiera más que de nosotros — quiero decir, con tal que el comunismo no nos trate sólo como bichos curiosos destinados a poner en práctica en sus filas la necedad y la desconfianza— nos mostraríamos capaces de cumplir, desde el punto revolucionario, todos nuestros deberes. Desgraciadamente es un compromiso que a nadie interesa sino a nosotros. En lo que a mí concierne, no he podido, por ejemplo, cruzar hace dos años el umbral de la casa del Partido francés, libre e inadvertido como era mi deseo; esta casa en donde, en cambio, tantos individuos no recomendables, policías y demás, están autorizados a retozar a voluntad. En el curso de tres interrogatorios de muchas horas me tocó defender al surrealismo de la pueril acusación de ser en esencia un movimiento político de orientación netamente anticomunista y contrarrevolucionaria. Inútil agregar que yo no podía esperar un enjuiciamiento a fondo de mis ideas de parte de los que me juzgaban. «Si usted es marxista, vociferaba en ese entonces Michel Marty dirigiéndose a uno de nosotros, no tiene necesidad de ser surrealista». Y entiéndase bien que no éramos nosotros quienes nos habíamos preciado de ser surrealistas en …sa circunstancia: la calificación nos había precedido a pesar nuestro, como hubiese podido ocurrir con la de «relativistas» para los einstenianos, o de «psicoanalistas» para los freudianos. ¿Cómo no inquietarse terriblemente ante tal debilitamiento del nivel ideológico de un partido que surgió otrora tan magníficamente armado de las dos cabezas más potentes del siglo XIX? Todo esto es bien conocido; lo poco que puedo extraer a este respecto de mi experiencia personal da la medida del resto. Se me pidió en la célula «del gas» un informe sobre la situación italiana, especificando que sólo debía basarme en datos estadísticos (producción del acero, etc.) y sobre todo, nada de ideología. No pude.

Con todo, acepto que como consecuencia de un malentendido, y nada más, me hayan tomado en el partido comunista por uno de los intelectuales más indeseables. Por otra parte, mi simpatía está demasiado exclusivamente volcada a la masa de los que harán la Revolución social para poder resentirse de los efectos pasajeros de tal accidente. Lo que no admito es que, seducido por especiales posibilidades de actividad, algunos intelectuales que conozco y cuyos imperativos morales no inspiran ninguna confianza, habiendo ensayado sin éxito la poesía, la filosofía, se desvíen hacia la agitación revolucionaria. Aprovechando la confusión que allí reina, logran un relativo engaño, y para estar más seguros, se apresuran a renegar estrepitosamente de aquello que, como el surrealismo, aunque les hizo pensar con mayor claridad de lo que piensan, al mismo tiempo los compelía a rendir cuentas y a justificar humanamente su posición. El espíritu no es una veleta, por lo menos no es sólo una veleta. No significa mucho pensar de pronto que uno se debe a una actividad especial, y por eso mismo significa muy poco si se siente incapaz de exponer objetivamente cómo llegó a ella, y en qué punto exacto tenía que estar para poder llegar. Que no me hablen de esa clase de conversiones revolucionarias de tipo religioso, de las que algunos se limitan a ponernos al tanto, agregando que están muy complacidos de no tener ningún comentario que hacer. No podría haber, en ese plano, ni ruptura ni solución de continuidad en el pensamiento. O bien sería necesario volver a pasar por los viejos rodeos de la gracia… Yo bromeo. Pero se sobreentiende que mi desconfianza es extrema. iPero vamos; yo sé lo que es un hombre; quiero decir que me represento de dónde viene y también un poco adónde va, y se pretende que de pronto este sistema de referencias sea nulo; que ese hombre alcance una cosa distinta de aquella a la que se dirigía! Y si esto fuera posible, ¿ese hombre que sólo habíamos conocido en el simpático estado de crisálida, para poder volar con sus propias alas hubiera acaso necesitado salir del capullo de su pensamiento? Una vez más, no lo creo. Considero que debería haber sido una exigencia extrema, no sólo práctica sino moral, para todos aquellos que de ese modo se apartaron del surrealismo, el haberlo puesto en discusión en el plano ideológico haciéndonos conocer desde su punto de vista la parte denunciable: nunca hubo nada de esto. Lo cierto es que parecen haber sido casi siempre sentimientos mediocres los que decidieron esos bruscos cambios de actitud, y creo que es necesario buscar el secreto de ello, como el de la gran movilidad de la mayor parte de los hombres, más bien en una pérdida progresiva de conciencia que en la irrupción de un motivo repentino, tan diferente de la precedente como lo es la fe del escepticismo. Para gran satisfacción de aquellos a quienes disgusta el control de las ideas, tal como se ejerce en el surrealismo, ese control no tiene razón de ser en los medios políticos, con lo que están libres, desde ese momento, de dar forma a su ambición; esa ambición que ya existía — y eso es lo grave — antes del descubrimiento de su pretendida vocación revolucionaria. Vale la pena verlos predicar con aires de superioridad ante los viejos militantes; vale la pena verlos quemar, en menos tiempos del que se necesita para quemar su portaplumas, las etapas del pensamiento crítico, más severo aquí que en cualquier otra parte; vale la pena ver cómo uno toma por testigo un pequeño busto de Lenin de tres francos noventa y cinco, mientras otro palmea familiarmente a Trotsky. Lo que no puedo aceptar de ningún modo es que gentes con las que mantuvimos contacto y de las que hemos denunciado, en todo momento desde hace tres años, por haberlo comprobado a nuestra costa, la mala fe, el arribismo y los objetivos contrarrevolucionarios: los Morhange, los Politzer y los Lefévre, encuentren el modo de ganarse la confianza de los dirigentes del partido comunista, hasta el punto de poder publicar, con su aparente aprobación por lo menos, dos números de una Revue de Psychologie concréte y siete números de la Revue Marxiste, al cabo de los cuales se encargan de ilustrarnos definitivamente sobre su bajeza, ya que el segundo, después de un año de «trabajo» en común y de complicidad, decide — porque se habla de suprimir la psicología concreta que no se vende — denunciar al primero al partido como culpable de haber disipado en un día, en Montecarlo, una suma de doscientos mil francos que se le había confiado para utilizar en la propaganda revolucionaria. Y este último, enfurecido únicamente por el proceder de su compañero, se me acercó sin más para descargar su indignación, aunque reconociendo sin reparos que el hecho era exacto. Hoy está, pues, permitido en Francia, con la ayuda del señor Rappoport, abusar del nombre de Marx sin que nadie vea en ello nada malo En estas condiciones, reclamo que se me explique dónde se encuentra la moralidad revolucionaria.

mentados pueden llegar a impresionar enormemente a aquellos que los acogen — ayer en el seno del partido comunista, mañana en la oposición a ese partido — ha sido y debe ser aún de tal naturaleza como para tentar a ciertos intelectuales poco escrupulosos, algunos surgidos también del surrealismo, el cual no tuvo después adversarios más enconados(6). Unos, al estilo del señor Baron — autor de poemas bastante hábilmente copiados de Apollinaire, y además juerguista empedernido; desprovisto en absoluto de ideas generales; pobre y mínimo crepúsculo sobre una charca estancada en la selva inmensa del surrealismo — aportan al mundo «revolucionario» el tributo de una exaltación de escolar, de una «crasa» ignorancia amenizada con visiones del 14 de julio. (En un estilo impagable, el señor Baron me comunicó, hace algunos meses, su conversión al leninismo integral. Conservo su carta en la que las frases más ridículas se mezclan con tremendos lugares comunes tomados del lenguaje de L’Humanité y con protestas de amistad conmovedoras que pongo a disposición de los curiosos. No volveré sobre esto salvo que él mismo me obligue). Los otros, al estilo del señor Naville, de quien esperamos pacientemente que sea devorado por su insaciable sed de notoriedad — en menos de lo que canta un gallo fue director del Oeuf dur, de La Révolution Surréaliste, tuvo parte dominante en L’Étudiant d’avant-garde, fue director de Clarté, de La Lutte de Classes, casi llegó a ser director de Camarade, y lo vemos ahora con un papel de primera fila en La Verité — , los otros se reprocharían de llegar a deberle a la causa que fuere algo más que un ligero saludo protector como el que dirigen a los necesitados las damas de beneficencia, para inmediatamente después indicarles en dos palabras lo que tienen que hacer. Basta con verlo pasar al señor Naville para que el partido comunista francés, el partido ruso, la mayor parte de los opositores de todos los países en cuya primera fila hay hombres con los que pudo haber contraído alguna deuda: Boris Souvarine y Marcel Fourrier, así como el surrealismo y yo mismo, todos hagamos el papel de mendicantes. El señor Baron que escribió L’allure poétique (La actitud poética) es a esa actitud lo que Naville es a la actitud revolucionaria. Una estada de tres meses en el partido comunista, se dijo Naville, es más que suficiente, ya que el interés para mí es hacer valer que yo lo he dejado. El señor Naville — por lo menos su padre — es muy rico. (Para aquellos de mis lectores a quienes no les disguste lo pintoresco, agregaré que la oficina de la dirección de La Lutte de Classes está situada en el número 15 de la calle de Grenelle, en una propiedad de la familia de Naville, que es ni más ni menos el antiguo palacio de los duques de La Rochefoucauld). Este tipo de consideraciones me parece más oportuno que nunca. Asimismo destaco que cuando el señor Morhange emprende la fundación de La Revue Marxiste, lo hace mediante la financiación del señor Friedmann por cinco millones de francos. Aunque su mala suerte en la ruleta le haya obligado poco después a reembolsar la mayor parte de esa suma, queda firme el hecho de que gracias a esta ayuda financiera exorbitante llegó a usurpar. el consabido puesto, y a hacerse perdonar su notoria incompetencia Asimismo, al suscribir cierto número de acciones de fundación de la empresa «Les Revues» (Las Revistas) de la que dependía La Revue Marxiste, el señor Baron, que acababa de heredar, pudo creer que horizontes más vastos se le abrían. Ahora bien, cuando el señor Naville nos participó, hace algunos meses, su intención de publicar el periódico Le Camarade, que respondía, según él, a la necesidad de dar nuevo impulso a la crítica opositora, pero que, en realidad, le permitiría apartarse de Fourier — demasiado clarividente — , de ese modo sigiloso que le es habitual, tuve la sorpresa de saber de sus propios labios quiénes corrían con los gastos de esa publicación de la que él sería el director, y por supuesto único director. ¿Se trataba de esos misteriosos «amigos» con los que se entablan largas conversaciones muy divertidas al acabar la última página de un periódico, y a los que se procura interesar profundamente en el precio del papel? Absolutamente no. Se trataba pura y simplemente del señor Pierre Naville y su hermano, que participaban con una suma de quince mil francos sobre veinte mil en total. El resto lo suministraban unos pretendidos «compinches» de Souvarine, cuyos nombres tuvo que confesar el señor Naville que ni siquiera conocía. Se ve que para hacer prevalecer un punto de vista en medios que a este respecto deberían ser absolutamente estrictos, importa menos hallar un punto de vista convincente que ser el hijo de un banquero. El señor Naville, que practica con arte, con vistas al clásico resultado, el método de sembrar la discordia entre la gente, no retrocederá — es bien evidente — ante ningún medio que le permita llegar a manejar la opinión revolucionaria. Pero como en esta misma selva alegórica — en la que yo veía hace unos instantes a Baron desplegar gracias de renacuajo — ya hubo días malos para esa serpiente boa de pobre aspecto, por suerte no está dicho que domadores de la fuerza de Trotsky y aun de Souvarine, no acaben por hacer entrar en razón al eminente reptil. Por ahora sólo sabemos que vuelve de Constantinopla en compañía del pequeño volátil Francis Gérard. Los viajes, que forman a la juventud, no alcanzan a deformar el bolsillo del señor Naville, padre. También existe un interés de primer orden en llegar a distanciar a León Trotsky de sus únicos amigos. Una última pregunta, completamente platónica, a Naville; ¿Quién mantiene La Vérité, órgano de la oposición comunista, en la cual su nombre se agranda cada semana y desde el momento actual aparece en primera página? Muchas gracias.

Si me pareció conveniente extenderme con cierta amplitud sobre estos temas, lo hice, en primer término, para señalar que, contrariamente a lo que pretenderían hacer creer, todos nuestros antiguos colaboradores que se proclaman desengañados del surrealismo fueron excluidos por nosotros sin una sola excepción; y, además, resultaba útil cine se conocieran los motivos. En segundo término, para señalar que, si bien el surrealismo se considera indisolublemente ligado, como consecuencia de las afinidades que acabo de indicar, a la marcha del pensamiento marxista, y sólo a ella, se abstiene, y seguramente se abstendrá todavía por mucho tiempo, de elegir entre las dos grandes corrientes que enfrentan en la hora actual a hombres que, aunque no participen de la misma concepción táctica, se han revelado, tanto de un lado como de otro, como auténticos revolucionarios. El momento en que Trotsky, en una carta fechada el 25 de setiembre de 1929, admite que en la Internacional el hecho de una conversión de la dirección oficial hacia la izquierda resulta evidente, y en la que prácticamente apoya con toda su autoridad el pedido de reincorporación de Racovsky, de Cassior y de Okoudjava (reincorporación susceptible de acarrear la suya propia) no es el apropiado para que nosotros nos mostremos más irreductibles que él mismo. El momento en que la simple reflexión sobre el más penoso conflicto que pueda darse impulsa a dichos hombres, dejando de lado, públicamente por lo menos, sus más definitivas reservas, a un nimio paso en la vía de la reunificación, no es el indicado para que procuremos emponzoñar la herida sentimental provocada por la represión, como lo hace Panait Istrati, con la felicitación de Naville, quien no deja por ello de darle un amable tirón de orejas: «Istrati, hubiese sido mejor no publicar un fragmento de tu libro en un órgano como la Nouvelle Revue Frangaises, etc.» Nuestra intervención en semejante asunto tiende sólo a prevenir a los espíritus serios contra un pequeño número de individuos, los cuales sabemos por experiencia que son estúpidos, mistificadores o intrigantes -y, en cualquier forma, sujetos malintencionados desde un punto de vista revolucionario. Esto es poco más o menos todo lo que podemos hacer por ese lado. Somos los primeros en sentir que sea tan poco.

Para que tales desviaciones, cambios de frente, abusos de confianza de toda clase, se hagan posibles en el terreno mismo en el que acabo de ubicarme, es preciso, sin duda alguna, que todo sea un magnífico césped de escarnio, y que apenas se pueda contar con la actividad desinteresada de pocos hombres a la vez. Si la tarea revolucionaria misma, con todo lo que su cumplimiento supone de rigor, es incapaz, por su propia índole, de separar de entrada los malos de los buenos y los falsos de los sinceros; si, para su mal, le es forzoso esperar que una serie de acontecimientos exteriores se encarguen de desenmascarar a unos y de adornar con un resplandor de inmortalidad el rostro descubierto de los otros, ¿cómo pretender que la cosa no funcione aún más lastimosamente en lo que no es específicamente esta tarea, como por ejemplo en la tarea surrealista, en la medida en que esta última ni siquiera se confunde con la primera? Es natural que el surrealismo se manifieste en el centro mismo — y quizás al precio de una sucesión ininterrumpida de decaimientos — de zigzagueos y defecciones que exigen a cada momento retomar la discusión de sus premisas originales, vale decir la remisión al principio inicial de su actividad, junto a la interrogación del mañana azaroso que quiere que los corazones se «unan» y se desunan. No todo ha sido intentado — debo decirlo— para llevar a buen término esta empresa, aunque sólo fuera sacando el partido máximo de los medios que fueron definidos como nuestros y ensayando a fondo los modos de investigación que, en los orígenes del movimiento que nos ocupa, fueron preconizados. El problema de la acción social es —me interesa insistir sobre ello — sólo una de las, formas de un problema más general, que el surrealismo se ha hecho un deber agitar, y que es el de la expresión humana en todas sus formas. Quien dice expresión, dice ante todo lenguaje. No hay, pues, que asombrarse de que el surrealismo se ubique, de entrada, casi exclusivamente en el plano del lenguaje, ni tampoco de que — al cabo de una incursión por donde sea — vuelva por el placer de actuar en un país conquistado. Nada, en efecto, puede ya impedir que, en gran parte, ese país sea conquistado. Las hordas de palabras, literalmente desencadenadas, a las que Dada y el surrealismo han querido abrirles las puertas, por más que nos pese, no son de las que se retiran sin dejar rastros. Ellas penetrarán sin prisa, seguras del éxito, en las pequeñas ciudades idiotas de la literatura que todavía se enseña, y confundiendo sin dificultad los barrios bajos y los residenciales, harán sosegadamente un buen consumo de atalayas. Con el pretexto de que, por causa nuestra, la poesía es en esta época lo que se encuentra más seriamente trastornado, la población no desconfía mucho, y construye aquí y allá barreras sin importancia. Se simula no advertir con claridad que el mecanismo lógico de la frase se muestra por sí solo cada vez más impotente para desencadenar en el hombre la sacudida emocional que da realmente algún valor a la vida. Por otro lado, ahora se rodea de los productos de esta actividad espontánea o más espontánea, directa o más directa — como los que le ofrece cada vez en mayor número el surrealismo, en forma de libros, cuadros que en un comienzo contempló con estupor — y les confía más o menos tímidamente el cuidado de trastornar su modo de sentir. Lo sé: ese hombre no es todavía cada hombre y hay que darle «tiempo» para que llegue a serlo. Pero observad de qué admirable y perversa penetración se han ya demostrado capaces un pequeño número de obras muy modernas, de las que lo menos que se puede decir es que reina en ellas un aire especialmente insalubre: Baudelaire, Rimbaud (a despecho de los reparos que hice), Huysmans, Lautréamont, para circunscribirme a la poesía. No temamos hacer una ley para nosotros de esta insalubridad. Ojalá que no pueda decirse que no hemos hecho lo posible por aniquilar esa estúpida ilusión de bienestar y de alianzas que constituirá la gloria del siglo XIX haber denunciado. Ciertamente, no hemos dejado de amar con fanatismo esos rayos de sol llenos de miasmas. Pero a la hora en que los poderes públicos en Francia se aprestan a celebrar grotescamente y con grandes festividades el centenario del romanticismo, nosotros decimos — sí, nosotros — que ese romarmo del que nos consideramos históricamente como la cola, pero una cola prensil, hoy, en 1930, por su esencia misma, consiste enteramente en la negación de esos poderes y de esas festividades; que tener cien arios de existencia significa para él la juventud; que lo que se ha denominado erróneamente su época heroica sólo puede pasar honradamente por el vagido de un ser que comienza a revelar sus deseos a través de nosotros, y que si se admite que todo lo pensado antes de él — «clásicamente» — fue el bien, quiere ineludiblemente todo el mal.

Cualquiera que haya sido la evolución del surrealismo en el terreno político, por apremiante que haya sido la orden de sólo tener en cuenta para la liberación del hombre —primera condición de la liberación del espíritu — la revolución proletaria, puedo afirmar que no hemos encontrado ninguna razón valedera para cambiar de criterio sobre los medios de expresión que nos son propios y que la experiencia nos ha permitido demostrar que nos resultaban útiles. Es en vano que traten de condenar alguna imagen específicamente surrealista que pude emplear al acaso en un prefacio; no por eso habremos terminado con las imágenes. «Esta familia es una camada de perros» (Rimbaud). Cuando con una frase como ésta, separada de su contexto, se hayan reído hasta desternillarse, sólo habrán logrado reunir a un montón de ignorantes. No habrán llegado a acreditar, a expensas de los nuestros, los procedimientos neo-naturalistas, mejor dicho, a liquidar todo aquello que, a partir del naturalismo, resume las más importantes conquistas del espíritu. Traigo a colación aquí las respuestas que di en setiembre de 1928 a dos preguntas que me plantearon: 1ero.¿Cree usted que la producción artística y literaria es un fenómeno puramente individual? ¿No piensa usted que puede o debe ser el reflejo de las grandes corrientes que determinan la evolución económica y social de la humanidad? 2do. ¿Cree usted en la existencia de una literatura y un arte que exprese las aspiraciones de la clase obrera? ¿Quiénes son, a su juicio, sus principales representantes?

1ero. Es indudable que en el caso de la producción artística y literaria como en el de todo fenómeno lectual no podría plantearse más problema que el de la soberanía del pensamiento. Lo que quiere decir que no es posible responder a su primera pregunta por la afirmativa o por la negativa, y que la única actitud filosófica observable en tal caso descansa en valorizar «la contradicción [que existe] entre el carácter del pensamiento humano que nos representamos como absoluto y la realidad de este pensamiento en una multitud de seres individuales de pensamiento limitado: contradicción que sólo puede resolverse en el progreso infinito, en la serie prácticamente infinita de las generaciones humanas sucesivas. En*este sentido el pensamiento humano posee soberanía y no la posee; y su capacidad de conocer es tan ilimitada como limitada. Soberano e ilimitado por su naturaleza, por su vocación; soberano e ilimitado en potencia y en cuanto a su objetivo foral en la historia; pero sin soberanía y limitado en cada una de sus realizaciones y en uno cualquiera de sus estados» (Engels: La moral y el derecho. Verdades eternas). Este pensamiento, en el terreno en que ustedes me piden que considere tal expresión particular, sólo puede oscilar entre la conciencia de su perfecta autonomía y la de su estrecha dependencia. En nuestro tiempo, la producción artística y literaria me parece sacrificada por entero a la necesidad de encontrar un desenlace a ese drama, al cabo de un siglo de filosofía y poesía verdaderamente desgarradoras (Hegel, Feuerbach, Marx, Lautréamont, Rimbaud, Jarry, Freud, Chaplin, Trotsky). En estas condiciones, hablar de que una producción puede o debe ser el reflejo de las grandes corrientes que determinan la evolución económica y social de la humanidad sería arriesgar un juicio bastante vulgar, que implicara el reconocimiento puramente circunstancial del pensamiento y liquidara su naturaleza esencial: a la vez incondicionada y condicionada, utópica y realista, que encuentra su objetivo en sí misma y que aspira a ser útil, etc.

2do.  No creo en la posibilidad actual de existencia de una literatura o de un arte que expresen las aspiraciones de la clase obrera. Si me rehúso a creerlo es porque en un período prerrevolucionario el escritor o el artista, de formación necesariamente burguesa, resulta por definición inapto para traducirlas. No niego que pueda formarse una idea y que, bajo ciertas condiciones morales que bastante excepcionalmente se cumplen, sea capaz de concebir la relatividad de toda causa en función de la causa proletaria. Sé que para él tiene que ser un problema de sensibilidad y honradez. No escapará por eso a la duda atendible, inherente a sus propios medios de expresión, que lo obliga a considerar en sí mismo y solamente para sí, desde un ángulo muy especial, la obra que se propone realizar. Para que esta obra sea viable exige que se la sitúe en relación a algunas otras ya existentes, y a su vez debe abrir un camino. Guardando las proporciones, sería tan inútil protestar, por ejemplo, contra la afirmación de un determinismo poético cuyas leyes pueden ser promulgables, como contra la del materialismo dialéctico. Sigo estando convencido de que los dos órdenes de evolución son rigurosamente semejantes y de que, además, tienen en común que no perdonan. Así como las previsiones de Marx, en lo concerniente a casi todos los acontecimientos exteriores sobrevenidos desde su muerte hasta nuestros días, se han revelado justas, no veo qué es lo que podría invalidar una sola palabra de Lautréamont tocante a los acontecimientos que sólo interesan al espíritu. Por el contrario, tan falso como cualquier intento de explicación social distinto del de Marx, es para mí cualquier ensayo de defensa y exposición de una literatura y de un arte llamados «proletarios», en una época en que nadie podría invocar una cultura proletaria, por la excelente razón de que semejante cultura no ha podido todavía realizarse, ni siquiera en un régimen proletario. «Las vagas teorías sobre la cultura proletaria, concebidas por analogía y antítesis con la cultura burguesa, se obtienen por comparaciones, desprovistas totalmente de espíritu crítico, entre el proletariado y la burguesía. No hay duda de que llegará el momento, en el desarrollo de la nueva sociedad, en que lo económico, la cultura y el arte tendrán la más amplia libertad de movimientos, de progreso. Pero sólo nos podemos entregar, sobre este tema, a conjeturas fantásticas. En una sociedad que se haya desembarazado de la abrumadora preocupación del pan cotidiano, en donde las lavanderías comunales lavarán la ropa de todo el mundo, en donde los niños — todos los niños — , bien nutridos, saludables y alegres, absorberán los elementos de la ciencia y el arte como el aire y la luz del sol, en donde no habrá ya «bocas inútiles», en donde el egoísmo liberado del hombre — potencia formidable — sólo se interesará en el conocimiento, en la transformación y en el mejoramiento del universo, en semejante sociedad, el dinamismo de la cultura no podrá compararse con nada que conozcamos del pasado. Pero sólo llegaremos a ello después de una larga y penosa transición, cuyo desarrollo se halla aún en sus comienzos». (Trotsky: «Revolución y cultura», Clarté, P de noviembre de 1923). A mi juicio estas palabras admirables destruyen, de una vez por todas la pretensión de algunos mistificadores y de ciertos embaucadores que, hoy en Francia, bajo la dictadura de Poincaré, se tildan de escritores y artistas proletarios, con el justificativo de que en su producción todo es fealdad y miseria, así como la pretensión de los que no conciben nada fuera del inmundo reportaje, del monumento funerario y de los croquis de presidio, que sólo saben agitar ante nuestra vista el espectro de Zola — en el que ellos revuelven sin llegar jamás a sustraerle nada — y que engañando desvergonzadamente a todo lo que vive, sufre, brama y espera, se oponen a cualquier búsqueda seria, se esfuerzan por volver imposible todo descubrimiento, y con el pretexto de dar lo que saben que es inadmisible: la comprensión inmediata y general de lo que se crea, son, al mismo tiempo que los máximos denigradores del espíritu, los más seguros contrarrevolucionarios.

Es lamentable, había comenzado a decir más arriba, que no se hayan realizado — como lo ha reclamado siempre el surrealismo — esfuerzos más sistemáticos y persistentes en los dominios de la escritura automática, por ejemplo, yen el relato de sueños. A pesar de nuestra insistencia para introducir textos de ese tipo en las publicaciones surrealistas, y del lugar destacado que ocupan en ciertas obras, es necesario confesar que a veces su interés se sostiene dificultosamente y que dan un poco la impresión de «trozos de bravura». La aparición de una fórmula indiscutible en la estructura de esos textos es también absolutamente perjudicial para la especie de conversión que nosotros queríamos realizar por su mediación. La falta es achacable a la extrema negligencia de la mayor parte de sus autores que se limitan generalmente a dejar correr la pluma por el papel sin prestar atención en lo más mínimo a lo que se está produciendo en ellos mismos — aunque este desdoblamiento sea más fácil de captar y más interesante de considerar que la escritura reflexiva — , o a reunir, en forma más o menos arbitraria, elementos oníricos destinados más a acentuar el valor de su componente pintoresco que a permitir la observación provechosa de su mecanismo. La confusión es de tal naturaleza que nos priva de todos los beneficios que podríamos obtener de esa clase de operaciones. El gran valor que tienen para el surrealismo reside en que son capaces de poner a nuestra disposición zonas lógicas especiales, vale decir, aquellas en las que, hasta el presente, la facultad lógica ejercida con exclusividad en lo consciente, no interviene. iQué digo! No solamente esas zonas lógicas permanecen inexploradas, sino que, además, seguimos tan poco informados como nunca sobre el origen de esa voz, que a cada uno le toca oír, y que nos habla extrañamente de una cosa distinta de lo que creemos pensar, y a veces adopta un tono grave en el momento en que nos sentimos más ligeros, o nos cuenta historietas en la desgracia. Por lo demás, ella no obedece a esa simple necesidad de contradicción… Mientras estoy sentado a mi mesa, me habla de un hombre que sale de una zanja sin decirme, por supuesto, quién es; si insisto, me lo describe con bastante precisión: no, indudablemente no conozco a ese hombre. Apenas el tiempo de darme cuenta y ya ese hombre se perdió. Yo escucho… estoy lejos del Segundo Manifiesto del Surrealismo… No es necesario multiplicar los ejemplos: ella es la que habla así… Porque los ejemplos beben… Perdón, yo tampoco comprendo. Lo importante sería saber hasta qué punto esa voz está autorizada, por ejemplo, a corregirme: no es necesario multiplicar los ejemplos (y se sabe, desde Los cantos de Maldoror, de qué maravillosa soltura pueden ser sus intervenciones críticas). Cuando ella me responde que los ejemplos beben (?) ¿es acaso un modo de ocultarse de la potencia que la arrebata? Y, en ese caso, ¿por qué se oculta? ¿Iba tal vez a explicarse en el momento en que me apresuré a sorprenderla sin atraparla? Tales problemas no tienen sólo un interés surrealista. Nadie puede hacer nada mejor al expresarse que acomodarse a una posibilidad de conciliación muy oscura entre lo que sabía que debía decir y lo que, sobre el mismo tema, no sabía que debía decir y que sin embargo dijo. El pensamiento más riguroso está obligado a admitir esa ayuda, aunque sea indeseable desde el punto de vista del rigor. No hay duda de que existe un torpedeo de la idea en el seno de la frase que la enuncia, aunque esta frase estuviera exenta de cualquier simpática libertad en cuanto a su sentido. Sobre todo el dadaísmo procuró llamar la atención sobre ese torpedeo. Se sabe que el surrealismo ha tratado, mediante el recurso del automatismo, de poner al abrigo de ese torpedeo a cierto navío: algo así como el buque fantasma (esta imagen, de la que se han querido servir en contra mío, por gastada que esté, me parece buena y la retomo).

Nos toca a nosotros, iba diciendo, tratar de percibir cada vez más claramente lo que se trama, sin que el hombre lo sepa, en las profundidades de su espíritu, aunque de entrada nos guarde rencor a causa de su propio torbellino. Lejos estamos, en todo esto, de querer reducir la parte de lo desentrañable, y nada nos convence menos que el remitirnos al estudio científico de los «complejos». Claro está que el surrealismo, al que hemos visto adoptar deliberadamente en el plano social la fórmula marxista, no tiene el propósito de desestimar la crítica freudiana de las ideas; por el contrario, considera a esta crítica como la primera de todas y la única realmente fundada. Si le es imposible asistir con indiferencia al debate que arroja a la lucha a los representantes calificados de las diversas tendencias psicoanalíticas — así como día a día se ve arrastrado a presenciar apasionadamente la lucha que se desenvuelve en la cabeza de la Internacional — no tiene por qué intervenir en una controversia que le parece no ha de durar mucho tiempo con provecho, salvo entre los profesionales No es ése el dominio ene! cual quiere hacer valer el resultado de sus experiencias personales. Pero como está implícita en la naturaleza de aquellos a quienes agrupa el tomar en consideración muy especial esa tesis freudiana de la que depende la mayor parte de su actividad como hombres — ansia de crear, de destruir artísticamente — , me refiero a la definición del fenómeno de «sublimación»(7), el surrealismo les exige a todos ellos que aporten, en el cumplimiento de su misión, una nueva conciencia, que busquen el modo de suplir mediante una autoobservación, que tiene un valor inestimable en su caso, la insuficiencia de penetración en los estados de alma llamados «artísticos» por hombres que, en su mayoría, no son artistas sino médicos. Además exige a aquellos que posean, en el sentido freudiano, la «preciosa facultad» de que hablamos, que, por un camino inverso del que les vimos tomar, se apliquen a estudiar con dicho enfoque el más complejo de los mecanismos, el de la inspiración, y a partir del momento en que dejen de considerarla una cosa sagrada, con toda la confianza que tienen en su extraordinaria virtud, piensen sólo en liberar sus últimas ataduras y — algo que antes nadie hubiera osado concebir — piensen en someterla. Para este propósito está de más embrollarse con sutilezas, demasiado se sabe lo que es la inspiración. No puede haber confusión; es ella la que ha proveído a las necesidades supremas de expresión en todos los tiempos y todos los lugares. Habitualmente se dice que la inspiración está o que no está, y si no está, nada de lo que sugiere la habilidad humana que lleva el sello del interés, la inteligencia discursiva y el talento adquirido por el trabajo, puede curarnos de su ausencia. La reconocemos fácilmente en una toma de posesión total de nuestro espíritu que, de tarde en tarde, impide que ante cualquier problema planteado seamos juguetes de una solución racional con preferencia a otra. La reconocemos en esa especie de corto-circuito que provoca entre una idea dada y su eco (escrito, por ejemplo). Tal como en el mundo físico, el corto-circuito se produce cuando los dos «polos» de la máquina se reúnen mediante un conductor de resistencia nula o muy débil. En la poesía y en la pintura el surrealismo ha hecho lo imposible por multiplicar esos corto-circuitos. Nunca nada lo apasionará tanto como reproducir artificialmente ese momento ideal en que el hombre, presa de una singular emoción, se encuentra súbitamente dominado por ese algo «más fuerte que él» que lo arroja a pesar suyo en lo inmortal. Lúcido, despierto, saldría lleno de terror de ese mal paso. Lo importante es que ya no sea libre, que continúe hablando todo el tiempo que dure el misterioso campanilleo: en efecto, en el momento en que deja de pertenecerse, nos pertenece a nosotros. Esos productos de la actividad psíquica, alejados en todo lo posible de la voluntad de significar, aligerados en todo lo posible de las ideas de responsabilidad — siempre dispuestas a actuar como frenos — , independientes en todo lo posible de lo que es la vida pasiva del intelecto, esos productos que son la escritura automática y los relatos de sueños (8) presentan la ventaja de ser los únicos que suministran elementos de apreciación de gran estilo a una crítica que, en el dominio artístico, se encuentra sorprendentemente desampara da, y que a la vez permiten una reclasificación general de los valores líricos y proporcionan una llave que, al mantener indefinidamente abierta esa caja de fondo múltiple que se llama hombre, lo disuade de retroceder, por elementales motivos de conservación, cuando choca en la oscuridad con las puertas cerradas por fuera del «más allá», de la realidad, de la razón, del genio y del amor. Llegará el día en que ya no estará permitido obrar desconsideradamente, como ha sucedido hasta ahora, con esas pruebas palpables de una existencia distinta de la que creemos llevar. Entonces resultará asombroso que habiendo acosado a la verdad de tan cerca, seres como nosotros se hayan preocupado de proporcionarse en conjunto una coartada literaria o de cualquier otro tipo, antes que arrojarse al agua sin saber nadar o entrar en el fuego sin creer en el fénix, para alcanzar esa verdad.

La culpa, lo repito, no nos corresponde a todos por igual. Al tratar de la carencia de rigor y de pureza en la que han naufragado esas tentativas elementales, cuento con hacer notar lo que hay de contaminado, en la hora actual, en un número ya demasiado grande de obras que pasan por ser expresión valedera del surrealismo. Niego, para una gran parte, la adecuación de esa expresión a esta idea. A la cólera y a la inocencia de ciertos hombres que están por llegar corresponderá extraer del surrealismo lo que ha de seguir estando vivo, y restituirlo, al precio de un buen saqueo, a sus objetivos propios. De aquí a entonces nos bastará, a mis amigos y a mí, empinar con un discreto empuje, como lo hago aquí, la silueta inútilmente cargada de flores pero siempre altanera. La muy escasa proporción en que, de ahora en adelante, el surrealismo se nos escapa, no puede hacernos temer que sirva a otros contra nosotros. Naturalmente, es lamentable que Vigny haya sido un ser tan presuntuoso y estúpido, y que Gautier haya tenido una chochera senil, pero no es lamentable para el romanticismo. Entristece pensar que Mallarmé fue un perfecto pequeño burgués, o que hubo gente que creyó en el valor de Moréas, pero si el simbolismo era algo, no habrá por qué entristecersepor el simbolismo, etcétera. Del mismo modo no creo que signifique un grave inconveniente para el surrealismo registrar la pérdida de tal o cual personalidad, aunque sea brillante, y especialmente en el caso en que ésta, que por eso mismo, ya no es más completa, indica a través de todo su comportamiento que desea reintegrarse a la norma. Esa es la razón por la cual, después de haberle concedido un tiempo increíble para que se rectificara de lo que esperábamos sólo fuera un error pasajero de su facultad crítica, estimo que nos enfrentamos con la obligación de darle a entender a Desnos que, sin esperar ya más nada de él, no podemos más que liberarlo de todo compromiso adquirido ante nosotros. No hay duda de que cumplo esta tarea con cierta tristeza. A diferencia de nuestros primeros compañeros de ruta que jamás hemos pensado retener, Desnos ha desempeñado en le surrealismo un papel necesario, inolvidable, y éste sería el momento menos oportuno para negarlo. (Pero también Chirico, y sin embargo…) Libros como Duelo por duelo, La libertad o el amor, Son las botas de siete leguas esta frase: yo me veo, y todo lo que la leyenda, menos bella que la realidad, concederá a Desnos como premio de una actividad que no se prodigó únicamente en escribir libros, militarán largo tiempo en favor de lo que él en este momento está empeñado en combatir. Baste con recordar que esto sucedía hace cuatro o cinco años. Desde entonces, a Desnos, completamente abandonado en este terreno por los mismo poderes que lo habían exaltado algún tiempo (y que parece ignorar todavía hoy que son poderes de las tinieblas), se le ocurrió desgraciadamente actuar en el plano real donde él era un hombre más solo y más desposeído que nadie, como todos aquellos que han visto, repito: han visto lo que los otros temen ver y que más que vivir lo que «es», están condenados a vivir lo que «fue» o lo que «será». «Carente de cultura filosófica», como lo proclama hoy irónicamente, pero mejor que carente de cultura filosófica, carente de espíritu filosófico y carente también, como consecuencia, de capacidad para preferir su personaje interior a tal o cual personaje exterior de la historia — realmente qué idea infantil: ¡tomarse por Robespierre o por Hugo! Todos lo que lo conocen saben que eso es lo que le habría impedido a Desnos ser Desnos — por lo que creyó poder entregarse impunemente a una de las actividades más peligrosas que existen, la actividad periodística, y, en función de ella, dejar de responder por su cuenta a un número limitado de intimaciones perentorias que ha debido enfrentar el surrealismo durante su trayecto: marxismo y antimarxismo, por ejemplo. Ahora que este método individualista ha hecho su prueba, que esta actividad en Desnos ha devorado completamente a la otra, nos resulta lamentablemente imposible no extraer algunas conclusiones al respecto. Afirmo que a esta actividad, que desborda en el momento actual el marco dentro del cual ya resultaba muy poco tolerable que se ejerciera (Paris-Soir, le Soir, Le Merle), corresponde denunciarla como confusionista en alto grado. El artículo titulado- «Los mercenarios de la opinión», entregado como regalo de alegre avenimiento al notable tacho de basura que representa la revista Bifur 18, es lo bastante elocuente por sí mismo; Desnos pronuncia allí su condena, iy en qué estilo!: «Las costumbres del redactor son variadas. En general es un empleado relativamente puntual, medianamente perezoso», etc. Se advierten allí homenajes al señor Merle, al señor Clemenceau y esta confesión más desoladora todavía que el resto: «el diario es un ogro que mata a aquellos de los cuales vive».

Con todo esto no resulta asombroso leer en un diario cualquiera el siguiente estúpido suelto: «Robert Desnos, poeta surrealista, a quien Man Ray solicitó el guión de su films Estrella de mar, efectuó el año pasado un viaje a Cuba conmigo. saben ustedes lo que Robert Desnos me recitó bajo las estrellas tropicales? Alejandrinos, ale-jan-dri-nos. Y (pero no lo revelen para no hundir a este encantador poeta), cuando estos alejandrinos no eran de Racine, eran de él mismo». Creo que los alejandrinos en cuestión hacen pareja con la prosa aparecida en Bifur. Esta broma que ya ni siquiera es de mal gusto comenzó el día en que Desnos, rivalizando en ese pastiche con el señor Ernest Raynaud, se creyó autorizado a fabricar un poema completo de Rimbaud que nos faltaba. Ese poema, de una audacia ciega, apareció desgraciadamente con el título: «Los que velan», de Arthur Rimbaud, al comienzo de «La libertad o el amor». No pienso que agregue nada, igual que otros del mismo género que siguieron, a la gloria de Desnos. Importa, en efecto, no sólo coincidir con los especialistas en que esos versos son malos (falsos, ripiosos y huecos), sino además declarar que, desde el punto de vista surrealista, testimonian una ambición ridícula y una incomprensión inexcusable de los fines poéticos actuales.

Esta incomprensión, de parte de Desnos y de algunos otros, está tomando, además, un rumbo tan activo que me dispensa de un largo epílogo al respecto. Me reservaré como prueba decisiva la incalificable idea que han tenido de usar como emblema de una boite de Montparnasse, teatro habitual de sus pobres hazañas nocturnas, el único nombre lanzado a través de los siglos que constituyó un desafío puro a todo lo que hay de estúpido, de bajo y de repugnante sobre la tierra: Maldoror.

«Parece que las cosas no marchan bien entre los surrealistas. Esos señores Breton y Aragon se habrían vuelto insoportables con sus aires de gran poderío. Hasta me han dicho que se los podría tomar por dos suboficiales ‘enganchados’. Entonces, ¿sabe usted lo que ocurre? Hay gente a la que no le gusta eso. En pocas palabras, habría algunos que están de acuerdo en bautizar Maldoror un nuevo cabaret-dancing de Montparnasse. Dicen textualmente que Maldoror para un surrealista es el equivalente de Jesucristo para un cristiano, y que ese nombre empleado en un letrero va a escandalizar seguramente a esos señores Breton y Aragon». (Candide, 9 de enero de 1930). El autor de las líneas precedentes, que estuvo en el lugar, nos transmite sin mayor malicia, y en el estilo descuidado que es de práctica, estas observaciones: «…En ese momento llegó un surrealista, lo que hizo un cliente más. ¡Y qué cliente! El señor Robert Desnos. Provocó gran decepción al pedir sólo un limón exprimido. Ante la estupefacción general, explicó con voz abrumada:

— No puedo tomar otra cosa. ¡No me desemborracho desde hace dos días!

¡Qué lástima!»

Naturalmente, me sería demasiado fácil obtener ventaja del hecho de que hoy no se cree poder atacarme sin «atacar» al mismo tiempo a Lautréamont, es decir lo inatacable. Desnos y sus amigos me permitirán reproducir aquí, con toda serenidad, algunas frases esenciales de mi contestación a una encuesta ya antigua del Disque Ver frases a las que no tengo nada que cambiar y a las cuales no podrán negar que ellos dieron su completa aprobación:

«A pesar de vuestros esfuerzos, muy poca gente se guía hoy por este fulgor inolvidable: Maldoror y las Poesías una vez cerrados, queda este fulgor que no tendríamos que haber conocido para atrevemos verdaderamente a realizarnos y ser. La opinión de los otros importa poco. Lautréamont, un hombre, un poeta, hasta un profeta: ¡vamos! La pretendida necesidad literaria a la que recurrís no logrará jamás apartar al Espíritu de esa intimación —la más dramática que existió jamás —, ni de lo que es y seguirá siendo la negación de toda sociabilidad, de toda imposición humana, ni tampoco logrará convertirla en un valor de cambio precioso y en un elemento cualquiera de progreso. La literatura y la filosofía contemporánea se debaten inútilmente por no tener en cuenta una revelación que las condena. El mundo entero va a soportar las consecuencias sin saberlo, y ésta es la razón por la que los más clarividentes, los más puros de entre nosotros, se ven obligados a morir en la brecha. La libertad, señor…»

Una negación tan grosera como la asociación de la palabra Maldoror a la existencia de un bar inmundo, es suficiente para que me abstenga de ahora en adelante, de formular el menor juicio sobre lo que Desnos escriba. Atengámonos poéticamente a ese derroche de cuartetas*. Ahí puede verse adónde lleva el uso inmoderado del don verbal cuando está destinado a enmascarar una ausencia radical de pensamiento y a volver a ligarse con la tradición imbécil del poeta «en las nubes»: en el momento en que esta tradición está rota y, mal que pese a ciertos rimadores retrasados, bien rota; en el momento en que ha cedido ante los esfuerzos aunados de hombres que ponemos al frente porque han querido realmente decir algo: Borel, el Nerval de Aurelia, Baudelaire, Lautréamont, el Rimbaud de 1874 a 1875, el primer Huysmans, el Apollinaire de los «poemas-conversaciones» y de las «Cualesquierías», resulta penoso que uno de aquellos que considerábamos de los nuestros intente hacernos desde el exterior el cuento del Barco ebrio o adormecernos al ruido de las Estancias. Es cierto que el problema poético ha dejado en estos últimos años de plantearse desde el ángulo esencialmente formal y, en verdad, nos interesa más juzgar el valor subversivo de una obra, como la de Aragon, Crevel, Eluard, Péret, apreciándola en su luz propia y en todo lo que bajo- esta luz lo imposible entrega a lo posible, lo permitido roba a lo prohibido, que averiguar por qué tal o cual escritor estima necesario, en este y otro lugar, hacer punto y aparte. Razón de menos para que vengan a hablarnos todavía de censura: ¿cómo es posible que no se encuentren entre nosotros algunos partidarios de una técnica particular del «verso libre», y por qué no exhumar el cadáver Robert de Souza? Desnos habla en broma: no estamos dispuestos a tranquilizar al mundo tan fácilmente.

Cada día nos aporta, en el Orden de la fe y la esperanza depositadas demasiado generosamente — salvo raras excepciones — en los seres, una nueva decepción que es preciso tener el valor de confesar, aunque más no sea — por razones de higiene mental — para cargarla en el rubro terriblemente deudor de la vida. No le correspondía a Duchamp la libertad de abandonar la partida que jugaba por la época de la guerra por una partida de jaques interminables, que da quizás una idea curiosa de una inteligencia resistente a la servidumbre, pero también — siempre ese execrable Harrar con la apariencia de estar enormemente afectada de escepticismo en la medida en que rehúsa explicar el por qué. Menos todavía conviene que nos detengamos en el señor Ribemont-Dessaignes por haber publicado, a continuación de El emperador de la China, una serie de desagradables novelitas policiales — hasta firmadas: Dessaignes — en los más bajos pasquines cinematográficos. Me preocupo, en fin, cuando.pienso que Picabia podría hallarse en vísperas de renunciar a una actitud dé provocación y de furor casi puros, que a nosotros mismos nos fue a veces difícil llegar a conciliar con la nuestra, pero que por lo menos en poesía y en pintura nos ha parecido siempre que se sostenía admirablemente: «Aplicarse a su trabajo y aportarle el ‘oficio’ sublime, aristocrático, que nunca fue obstáculo para la inspiración poética, y que permite a una obra atravesar los siglos y permanecer joven… hay que tener cuidado… hay que apretar filas y no echarse zancadillas entre los concienzudos… hay que favorecer la aparición del ideal», etcétera. Aunque fuera por lástima hacia Bifur, donde aparecieron estas líneas, ¿es realmente el Picabia que hemos conocido el que habla de este modo?

Dicho esto, nos domina, en compensación, el deseo de hacerle a un hombre — del que nos hemos encontrado separados por largos años — la justicia de declarar que su pensamiento nos interesa siempre, que a juzgar por lo que todavía podemos leer de él sus preocupaciones no se nos han vuelto extrañas, y que, en esas condiciones, es oportuno pensar que nuestro malentendido con él estuvo fundado en algo mucho menos grave de lo que pudimos creer. Es muy posible que Tzara, que a comienzos de 1922, época de la liquidación de «Dada» como movimiento, no estaba de acuerdo con nosotros en cuanto a los medios prácticos de proseguir la actividad común, haya sido víctima de las excesivas prevenciones que nosotros teníamos, par realizar esa liquidación, contra él — también él tenía muchas prevenciones contra nosotros — y que, en ocasión de la famosa representación del «Corazón con barba», para que nuestra ruptura tomara el giro conocido bastó un gesto inoportuno de su parte, gesto sobre cuyo sentido él declara —lo sé desde hace muy poco — que hubo entre nosotros un equívoco. (Es necesario reconocer que el objetivo primordial de los espectáculos «Dada» fue siempre provocar la mayor confusión posible, y que en el espíritu de los organizadores nada prevalecía tanto como el llevar al colmo el malentendido entre el escenario y la sala. Lo que pasó fue que no nos encontramos todos, en es velada, del mismo lado). Por mi parte acepto de muy buen grado esa versión, por lo que no veo ninguna otra razón para no insistir, ante quienes han estado mezclados en esos incidentes, en que los echen al olvido. Desde que sucedieron, estimo que habiendo siempre sido clara la actitud intelectual de Tzara, sería dar pruebas de estrechez mental no hacerlo constar públicamente. En lo que concierne a mis amigos y a mí, nos gustaría señalar con este acercamiento que lo que guía en cualquier circunstancia nuestra conducta no es, ni mucho menos, el deseo sectario de hacer prevalecer a toda costa un punto de vista al que ni siquiera pedimos a Tzara que adhiera íntegramente, sino más bien el escrúpulo de reconocer la validez — lo que para nosotros es la validez — en el lugar donde se encuentre. Tanto creemos en la eficacia de la poesía de Tiara que la consideramos, fuera del surrealismo, como la única verdaderamente ubicada. Cuando hablo de su eficacia quiero dar a entender que ella opera en el dominio más vasto, y que hoy señala un paso en el sentido de la liberación humana. Cuando digo que está ubicada se comprende que la opongo a todas aquellas que podrían ser tanto de ayer como de anteayer; en la primera fila de las cosas que Lautréamont no ha vuelto totalmente imposibles, está la poesía de Tzara. De nuestros pájaros acaba de aparecer, y no será felizmente el silencio de la prensa el que detenga tan pronto sus estragos.

Sin llegar a pedirle a Tiara que retome sus posiciones, querríamos simplemente inducirlo a que su actividad se haga más manifiesta de lo que ha sido en los últimos años. Sabiendo que él mismo está deseoso de unir como antes sus esfuerzos con los nuestros, le recordamos que él, según su propia confesión, escribía tan sólo «para buscar hombres y nada más». A este respecto debe recordar que pensábamos como él. No demos lugar a creer que nos hemos encontrado de ese modo para después perdernos.

Busco todavía a nuestro alrededor alguien con posibilidades de cambiar una señal de inteligencia; pero nada. Convendría quizás, a lo sumo, hacerle observar a Daumal — que realiza en le Grand Jeu una interesante encuesta sobre el diablo— que nada nos impediría aprobar gran parte de sus declaraciones (que firma solo o con Lecomte) si no nos hubiese quedado la impresión medianamente desastrosa de su debilidad en determinada circunstancia’. De todos modos es lamentable que Daumal haya evitado hasta el presente precisar su posición personal y, por la parte de responsabilidad que le toca, la del Grand Jeu con respecto al surrealismo. No se comprende bien por qué todo el inusitado exceso de honores volcados en Rimbaud no le valga a Lautréamont la deificación pura y simple. «La incesante contemplación de una Evidencia negra, fauce absoluta», estamos de acuerdo, justamente a eso estamos condenados. ¿Con qué fines mezquinos, entonces, oponer un grupo a otro? ¿Por qué si no es para diferenciarse inútilmente, hacer como si nunca se hubiera oído hablar de Lautréamont? «Pero los grandes anti-soles negros, pozos de verdad en la trama esencial, en el velo gris del cielo curvo, van y vienen y se aspiran entre sl y los hombres los denominan ausencias». (Daumal: «Fuego graneado», Le Grand Jeu, primavera de 1929). Quien habla así teniendo el valor de decir que ya no es dueño de sí mismo no tiene por qué preferir, como no tardará en advertirlo, estar apartado de nosotros Alquimia del verbo: estas palabras que se repiten un poco al azar hoy en día exigen ser tomadas al pie de la letra. Si el capítulo de Una temporada en el infierno que ellas denominan no justifica quizás toda su ambición, no es menos cierto que puede ser considerado del modo más auténtico como el incentivo de la difícil actividad que hoy sólo el surrealismo prosigue. Pecaríamos de puerilidad literaria si pretendiéramos que no es mucho lo que debemos a ese ilustre texto. ¿El admirable siglo XIV es menos grande en el sentido de la esperanza (y, por supuesto, en el de la desesperanza) humana por el hecho de que un hombre del genio de Flamel recibiera de una potencia misteriosa el manuscrito, que ya existía, del libro de Abraham el Judío, o porque los secretos de Hermes no se habían perdido completamente? No lo creo, y considero que las búsquedas de Flamel, con todo lo que aparentemente muestran de éxito concreto no pierden nada por haber sido de ese modo ayudadas o anticipadas. Del mismo modo, en nuestra época, todo pasa como si algunos hombres acabaran de ser puestos en posesión, por vías sobrenaturales, de una singular antología, producto de la colaboración de Rimbaud, Lautréamont y algunos otros, y como si una voz les hubiese dicho, como el ángel a Flamel: «Mirad con atención este libro, ahora no comprendéis nada, ni vosotros ni muchos otros, pero un día veréis en él lo que nadie sería capaz de ver (9). Ya no depende de ellos arrancarse a esta contemplación. Me gustaría que se observara con atención que las búsquedas surrealistas presentan con las alquímicas una notable comunidad de objetivos: la piedra filosofal es aquello que debía permitir a la imaginación del hombre tomarse un estruendoso desquite; y aquí estamos de nuevo, después de siglos de domesticación del espíritu y de resignación absurda, intentando emancipar definitivamente esa imaginación por el «largo, inmenso y razonado desorden de todos los sentidos», y así sucesivamente. Tal vez nos hemos reducido a adornar modestamente las paredes de nuestra vivienda con figuras que de entrada nos parecen bellas, siempre imitándoloa Flamel antes de que hubiera encontrado su primer agente, su «materia», su «horno». De ese modo le gustaba mostrar «un rey con una gran cuchilla que hacía matar en su presencia por soldados a una gran multitud de niños pequeños, cuyas madres lloraban a los pies de los despiadados gendarmes; la sangre de los pequeños era recogida por otros soldados y puesta en una gran vasija, en la que venían a bañarse el Sol y la Luna del cielo», y muy cerca había «un joven con alas en los talones y un caduceo en la mano, con el cual golpeaba una celada que le cubría la cabeza. Hacia el joven venía corriendo y volando con alas desplegadas un gran anciano que tenía un reloj sujeto a la cabeza». ¿No es acaso el cuadro surrealista? ¿Y quién sabe si más adelante no nos encontraremos ante la necesidad, gracias o no a una nueva evidencia, de servirnos de objetos completamente novedosos o considerados fuera de uso para siempre? No creo que debamos comenzar nuevamente a devorar corazones de topo o a escuchar, como si fuera el palpitar del propio corazón, el del agua que bulle en una caldera. O más bien yo no sé nada; espero. Sólo sé que el hombre no está al cabo de sus sufrimientos, y todo lo que saludo es el retorno de ese furor en el que Agripa distinguía inútilmente o no cuatro especies. En el surrealismo sólo tenemos que ver con ese furor. Y que se entienda claramente que no se trata de un simple agrupamiento de palabras o de una distribución caprichosa de las imágenes visuales, sino de la recreación de un estado que nada tiene que envidiarle a la alienación mental; los autores que cito se han explicado suficientemente a este respecto. Que Rimbaud haya considerado necesario excusarse de lo que llama sus «sofismas» no nos importa; que eso, según su expresión, haya pasado, es algo que no ofrece para nosotros el menor interés. No vemos en ello sino una pequeña cobardía muy corriente que nada permite conjeturar de la suerte que pueda tener un grupo de ideas. «Hoy sé saludar a la belleza; lo imperdonable en Rimbaud es haber pretendido hacernos creer en una segunda fuga de su parte, en el momento en que volvía a encarcelarse. Alquimia del verbo: igualmente resulta sensible que la palabra «verbo» esté tomada aquí en un sentido algo restringido, y Rimbaud parece reconocer, por otra parte, que las «antiguallas poéticas» ocupan demasiado lugar en esta alquimia. El verbo es algo más, y para los cabalistas, por ejemplo, es nada menos que aquello a cuya imagen fue creada el alma humana; se sabe que se lo ha hecho ascender hasta constituir el primer ejemplar de la causa de las causas; de esta manera, está tanto en lo que tememos como en lo que escribimos y en lo que amarnos.

Sostengo que el surrealismo está todavía en el período de preparativos, y me apresuro a agregar que es posible que este período dure tanto como yo (como yo en la muy débil medida en que todavía no estoy en situación de admitir que un tal Paul Lucas encontró a Flamel en Brousse a comienzos del siglo XV; que el mismo Flamel, acompañado de su mujer y de un hijo, fue visto en la Opera en 1761, y que hizo una breve aparición en París el mes de mayo de 1819, época en la cual se cuenta que alquiló un comercio en París en el número 22 de la calle Cléry). El hecho es que, hablando burdamente, esos preparativos son de orden «artístico». Preveo, con todo, que se acabarán, y que entonces las ideas perturbadoras que el surrealismo oculta aparecerán con un ruido de inmenso desgarramiento, y se despacharán a gusto. Todo debe esperarse del moderno mecanismo de orientación de ciertas voluntades venideras: al afirmarse después de las nuestras, serán más implacables que las nuestras. De todas maneras estaremos satisfechos de haber contribuido a establecer la inanidad escandalosa de lo que todavía se pensaba a nuestra llegada y de haber sostenido — aunque no fuera más que sostenido — la necesidad de que el pensamiento sucumbiera al fin ante lo penable.

Es lícito preguntarse a quién, exactamente, buscaba Rimbaud desalentar al poner al borde del estupor o de la locura a aquellos que intentaran seguir sus huellas. Lautréamont comienza por prevenir al lector que «a no ser que aplique a su lectura una lógica rigurosa y una tensión espiritual equivalente por lo menos a su desconfianza, las emanaciones mortíferas de este libro — Los cantos de Maldoror — impregnarán su alma, igual que el agua impregna el azúcar»; pero tiene la precaución de agregar que «solamente a algunos les será dado saborear sin riesgo este fruto amargo». Este problema de la maldición que hasta ahora no ha motivado sino comentarios irónicos o atolondrados, está más que nunca de actualidad. El surrealismo lleva todas las de perder si quiere alejar de sí esa maldición. Importa reiterar y mantener aquí el «Maranata» de los alquimistas, colocado en el umbral de la obra para detener a los profanos. Creo que esto es lo que más urge hacerles comprender a algunos de nuestros amigos, por ejemplo a aquellos que me parecen demasiado preocupados por la venta y colocación de sus cuadros. ‘Me gustaría mucho, escribía recientemente Nougé, que aquellos de nosotros cuyos nombres comienzan a destacarse un poco, los borraran». Aunque no sepa yo con claridad a quién se dirigen estas frases, considero, de todos modos, que no es pedirles demasiado tanto a unos como a otros que cesen su exhibición complaciente y su presentación en el tablado. La aprobación del público debe rehuírse por encima de todo. Hay que impedir la entrada del público si se quiere evitar la confusión. Agrego que es necesario mantenerlo enfurecido a la puerta mediante un sistema de desafíos y provocaciones.

PIDO LA OCULTACIÓN PROFUNDA, VERDADERA DEL SURREALISMO (10).

Proclamo en este asunto el derecho a la absoluta severidad. Ni concesiones al mundo ni perdón. Con la terrible decisión en la mano.

¡Abajo los que lleguen a distribuir el pan maldito a los pájaros!

«Todo hombre que, deseoso de alcanzar el supremo objetivo del alma, parte para interrogar a los Oráculos, se lee en el Tercer Libro de la Magia, debe, para lograrlo, apartar enteramente de su espíritu las cosas vulgares, debe purificarlo de toda enfermedad, debilidad de espíritu, malicia o parecidos defectos, y de toda condición contraria a la razón que la acompaña como la herrumbre al hierro»; y el Cuarto Libro precisa enérgicamente que la revelación esperada erige además que uno se mantenga en «un lugar puro y claro, rodeado por todas partes de blancos cortinados», y que sólo puede afrontarse a los malos espíritus tan bien como a los buenos según el grado de «dignificación» que se ha alcanzado. Insiste sobre la circunstancia de que el libro de los malos Espíritus está hecho de un papel muy puro y que no ha servido nunca para ningún otro uso, y que se denomina comúnmente pergamino virgen.

No hay ningún ejemplo de que los magos hayan descuidado la limpieza resplandeciente de sus vestimentas y de su alma, y yo no comprendería por qué, si esperamos lo que esperamos de ciertas prácticas de alquimia mental, podemos aceptar mostrarnos, en ese punto, menos exigentes que ellos. Esto es, sin embargo, lo que nos reprochan más acremente, y lo que está menos dispuesto a dejarnos pasar el señor Bataille, que conduce, en el momento actual, en la revista Documents, una divertida campaña contra lo que él llama «la sórdida sed de todas las integridades». El señor Bataille me interesa solamente en la medida en que se jacta de oponer a la dura disciplina del espíritu a la que nosotros supeditamos directamente todo —y no vemos inconveniente en que Hegel sea considerado el principal responsable — una disciplina que no alcanza ni siquiera a parecer más laxa, pues tiende a ser la del no-espíritu (y es por otra parte allí donde Hegel acecha). El señor Bataille hace profesión de no querer considerar en el mundo sino lo más vil, lo más desalentador y lo más corrompido, e invita al hombre, para evitar ser útil a cualquier cosa determinada, «a correr absurdamente con él—los ojos bruscamente empañados de lágrimas inconfesables— hacia ciertas mansiones provincianas con duendes, más sórdidas que las moscas, más viciosas, más rancias que salones de peinados «. Me veo llevado a transcribir estos párrafos porque me parece que no sólo comprometen al señor Bataille, sino también a aquellos antiguos surrealistas que han querido tener libertad de acción para desprestigiarse un poco en todas partes. Es posible que el señor Bataille disponga de la fuerza para agruparlos, y sería muy interesante, a mi entender, que lo lograra. Dispuestos para la partida de la carrera que, como acabamos de ver, organiza el señor Batalle, ya están allí los señores Desnos, Leiris, Limbour, Masson y Vitrac; es inexplicable que el señor Ribemont-Dessaignes, por ejemplo, no haya aparecido todavía. Digo que es sumamente significativo ver reunirse de nuevo a todos aquellos que una tara cualquiera ha alejado de una primera actividad definida, porque es probable que lo único que tengan en común es el descontento. Por otra parte me divierte pensar que no se puede salir del surrealismo sin caer en el señor Batalle, tan cierto es que la aversión por el rigor sólo se traduce por una nueva sumisión al rigor.

Con el señor Bataille, nada que no sea muy conocido: asistimos a un retorno de la ofensiva del viejo materialismo antidialéctico que intenta, en esta oportunidad, fraguarse un camino a través de Freud. ‘Materialismo, dice Bataille, interpretación directa, excluyendo todo idealismo, de los fenómenos en bruto; materialismo que, para no ser visto como un idealismo caduco, debe basarse directamente en los fenómenos económicos y sociales». Como aquí no se especifica «materialismo histórico» (y además, ¿cómo se podría hacer?), nos vemos obligados a observar que desde el punto de vista de la expresión filosófica es vago, y desde el punto de vista de la novedad poética es nulo.

Pero menos vago es el destino que el señor Bataille intenta dar a un pequeño número de ideas especiales que tiene (y que por sus características habría que averiguar si no se relacionan más bien con la medicina o el exorcismo), pues, en lo que se refiere ala aparición de la mosca sobre la nariz del orador (Georges Batalle: «Figura humana», Documents, n/ 4), supremo argumento contra el yo, ya conocemos el antiguo argumento pascaliano e imbécil», hace tiempo que Lautréamont hizo justicia con él: «El espíritu del más grande hombre (subrayemos tres veces la frase: más grande hombre) no es tan dependiente como para que no esté expuesto a ser perturbado por el menor ruido de la Batahola que se hace a su alrededor. No es preciso el silencio de un cañón para anular sus pensamientos. No es preciso el ruido de una veleta, de una polea. En ese momento la mosca no razona bien. Un hombre zumba a sus oídos». El hombre que piensa puede posarse tanto en la cumbre de una montaña como en la nariz de una mosca. Sólo hablamos tan largamente de las moscas porque al señor Bataille le gustan las moscas. A nosotros no nos gustan; preferimos la mitra de los antiguos médium evocadores, la mitra de puro lino en cuya parte anterior se fijaba una lámina de, oro, y sobre la cual las moscas no se posaban porque se habían hecho abluciones para espantarlas. Lo malo es que el señor Batalle razona, aunque razone como alguien que tiene «una mosca sobre la nariz», lo que lo acerca más bien a un muerto que a un vivo; pero, en fin, razona. Trata, con ayuda del pequeño mecanismo que todavía no está totalmente descompuesto en él, de hacer compartir sus obsesiones; por eso mismo no puede pretender, por más que diga, oponerse como una bestia a todo sistema. El caso del señor Bataille presenta el hecho paradójico —y para él incómodo — de que su fobia de «la idea», a partir del momento en que intenta comunicarla, sólo puede tomar un rumbo ideológico. Un estado de déficit consciente de forma generalizada, dirían los médicos. Aquí tenemos, en efecto, alguien que plantea en principio que «el horror no acarrea ninguna complacencia patológica, y sólo desempeña el papel del estiércol en el crecimiento vegetal; estiércol de un olor sofocante, sin duda, pero saludable para la planta». Esta idea, bajo su apariencia infinitamente trivial, es por sí misma deshonesta o patológica (quedaría por probar que Lulio, y Berkeley, y Hegel, y Rabbe, y Baudelaire, y Rimbaud, y Marx, y Lenin se han comportado en la vida como cerdos). Vale la pena destacar que el señor Bataille hace un abuso delirante de los siguientes adjetivos: mancillado, vetusto, rancio, sórdido, caduco, abyecto, y que esas palabras, muy lejos de servirle para describir un estado de cosas insoportable, le sirven para expresar con el mayor de los lirismos su delectación. Habiendo caído en su plato la «escoba innominable» de que habla Jarry, el señor Batalle se declara encantado. Aquel que durante las horas del día pasea sus cuidadosos dedos de bibliotecario sobre antiguos y a menudo seductores manuscritos (se sabe que ejerce esa profesión en la Biblioteca Nacional) se atiborra por la noche de las inmundicias con las que le gustaría ver cargados esos textos igual que lo está él; lo atestigua ese Apocalipsis de San Severo al que consagró un artículo en el segundo número de Documents; artículo que es el prototipo del falso testimonio. Que se tenga a bien remitirse, por ejemplo, a la lámina del «Diluvio» reproducida en ese número y que se me diga si objetivamente «un sentimiento jovial e inesperado emana de la cabra que figura al pie de la página, y del cuervo cuyo pico está hundido en la carroña (aquí Bataille se exalta) de una cabeza humana». Prestar apariencia humana a elementos arquitectónicos, como lo hace a todo lo largo de este estudio, y en otras partes, no es nada más que un signo clásico de psicastenia. A decir verdad, el señor Bataille sólo está muy fatigado y, cuando se entrega a la constatación desconcertante de que «el interior de una rosa no responde en nada a su belleza exterior, y si se arrancan todos los pétalos de la corola, sólo queda un manojo de aspecto sórdido», apenas logra hacerme sonreír con el recuerdo de ese cuento de Alphonse Allais en el que un sultán ha agotado de tal modo todos los motivos de distracción que, desesperado por verlo sucumbir al tedio, a su gran visir no se le ocurre nada mejor que traerle una joven muy bella que se pone a danzar, cargada de velos, para él solo. Es tan bella que el sultán ordena que cada vez que se detenga hagan caer uno de sus velos. Apenas acaba de caer el último velo cuando el sultán hace una nueva serial, indolentemente, para que se la desnude: se apresuran a desollarla viva. Es absolutamente cierto que la rosa privada de sus pétalos permanece siendo la rosa, y por otra parte, en la historia precedente, la bayadera sigue danzando.

Porque si me oponen todavía «el gesto desconcertante del marqués de Sade, encerrado con los locos, que se hace traer las más bellas rosas para deshojar los pétalos sobre el magna de un vaciadero», yo contestaría que para que este acto de protesta pierda su excepcional alcance, bastaría con que fuera el producto, no de un hombre que pasó veintisiete arios de su vida en prisión por sus ideas, sino de un «sedentario» de biblioteca. Todo induce a creer, en efecto, que Sade — cuya voluntad de emancipación moral y social, contrariamente a la del señor Bataille, está fuera de discusión — , solamente para obligar al espíritu humano a sacudir sus cadenas, quiso entendérselas con el ídolo poético, con esa «virtud» convencional que, de buen o mal grado, hace de una flor, en la medida misma en que cada uno puede ofrecerla, el vehículo brillante tanto de los sentimientos más nobles como de los más bajos. Conviene, por otra parte, reservar la apreciación de un hecho semejante que, aun cuando no fuera puramente legendario,’no podría en nada invalidar la perfecta integridad del pensamiento y de la vida de Sade, y la necesidad heroica .que tuvo de crear un orden de cosas que no dependiera, por así decir, de todo lo que había sucedido antes de él.

El surrealismo está menos dispuesto que nunca a prescindir de esa integridad, a conformarse con lo que unos y otros le dejan entre dos pequeñas traiciones, que creen justificar con el oscuro y odioso pretexto de que es necesario vivir. No tenemos nada que hacer con esta limosna de «talentos». Lo que exigimos, creemos que es de tal naturaleza que induce a un consentimiento o a una negativa total, y no a contentarse con palabras o a conversar de esperanzas veleidosas. ¿Se quiere o no se quiere arriesgarlo todo por lo única alegría de percibir a lo lejos —en lo más hondo del crisol donde nos proponemos arrojar nuestras pobres comodidades, lo que nos queda de buena reputación y nuestras dudas en las que se mezclan la bella cristalería «sensible» con la idea radical de impotencia y la estupidez de nuestros pretendidos deberes — , la luz que dejará de ser desfalleciente?

Afirmamos que la operación surrealista sólo tiene perspectivas de llegar a buen término si se efectúa en condiciones de asepsia moral, de las que muy pocos hombres quieren oír hablar. Sin embargo, resulta imposible, sin ellas, detener ese cáncer del espíritu que consiste en pensar demasiado dolorosamente que ciertas cosas «son», en tanto que otras, que muy bien podrían ser, «no son». Hemos anticipado que, en el límite, ellas deben confundirse o interceptarse singularmente. No se trata de permanecer allí, sino de no poder impedirle de tender desesperadamente a ese límite.

El hombre que se intimidara erróneamente por algunos enormes fracasos históricos todavía es libre de creer en su libertad. Él es su propio amo, a despecho de las viejas nubes que pasan y de sus fuerzas ciegas que presionan. ¿No tiene él la sensación de la efímera belleza arrebatada y de la accesible y durable belleza arrebatable? Que ese hombre busque bien la llave del amor que el poeta decía haber encontrado: él la tiene. Sólo de él depende elevarse por encima del sentimiento pasajero de vivir peligrosamente y de morir. Que maneje, con desprecio de todas las prohibiciones, el arma vengadora de la idea contra la bestialidad de todos los seres y de todas las cosas, y que un día, vencido — pero solamente vencido si el mundo es mundo—, reciba la descarga de sus tristes fusiles como un fuego de salva.

ANTES… DESPUÉS.

ANTES

Preocupado por la moral, es decir por el sentido de la vida, y no por la observación de las leyes humanas, André Breton, por su amor de la vida exacta y de la aventura, vuelve a dar su sentido propio a la palabra «religión». Robert Desnos, Intenciones.

Querido amigo, la admiración que le tengo no depende de la perpetua suscitación de sus «virtudes» ni de sus errores. Georges Ribemont-Dessaignes, Varietés.

Querido Breton: puede ser que no vuelva jamás a Francia. Esta noche insulté todo lo que usted puede insultar. Estoy reventado. La sangre me corre por los ojos, las narices y la boca. No me abandone. Defiéndame. Georges Limbour (21 de julio de 1924).

Llego París, gracias. Limbour (23 de julio de 1924).

…Sé exactamente lo que te debo y sé también que son algunas nociones que me diste en el curso de nuestras charlas las que me han permitido llegar a esas comprobaciones. Nosotros seguimos caminos paralelos. Quisiera que creyeras sinceramente que mi amistad por ti no es una cuestión de sonrisas. Jacques Baron (1929).

Me cuento entre los amigos de Breton en razón de la confianza que me dispensa. Pero no es una confianza. Nadie la posee. Es una gracia, y yo os la deseo. Es la gracia que os deseo. Roger Vitrac, Le Journal du peuple.

DESPUÉS

Y la última vanidad de ese fantasma será apestar eternamente entre las pestilencias del paraíso prometido a la próxima y segura conversión del faisán André Breton. Robert Desnos, Un cadáver (1930).

El segundo manifiesto del surrealismo no es una revelación, es todo un éxito. No se puede hacer nada mejor en el género hipócrita, traidor, sobador, sacristán y, para resumirlo todo: polizonte y cura párroco. Georges Ribemont-Dessaignes, Un cadáver.

Me dará mucho placer verte sangrar por la nariz. Georges Limbour (diciembre de 1929).

Era el integro Breton, el salvaje revolucionario, el severo moralista. Pues bien, ¡un bonito nene! Esteta de corral, este animal de sangre fria sólo ha contribuido a crear la más negra confusión en todo. Jacques Baron, Un cadáver.

En cuanto a sus ideas, no creo que nadie las haya jamás tomado en serio, salvo algunos críticos complacientes que él adulaba, algunos colegiales que empiezan a envejecer y algunas parturientas que sueñan parir monstruos. Roger Vitrac, Un cadáver.

Decididos a usar y aún abusar, en cualquier ocasión, de la autoridad que confiere la práctica consciente y sistemática de la expresión escrita o cualquier otra, solidarios en todos los puntos con André Breton y resueltos a dar aplicación a las conclusiones que surgen de la lectura del Segundo Manifiesto del Surrealismo, los que suscriben, escépticos sobre la proyección de las revistas «artísticas y literarias», han decidido aportar su cooperación a una publicación periódica, que con el título.

EL SURREALISMO al servicio de la revolución no solamente les permitirá responder de una manera actual a la canalla que hace profesión de pensar, sino que preparará el vuelco definitivo de las fuerzas intelectuales hoy activadas en provecho de la fatalidad revolucionaria;

Maxime Alexandre, Aragon, Joe Bousquet, Luis Buñuel, René Char, René Crevel, Salvador Dalí, Paul Éluard, Max Ernst, Marcel Fourrier, Camille Goemans, Paul Nougé, Benjamin Péret, Francis Ponge, Marco Ristitch, Georges Sadoul, Yves Tanguy, André Thirion, Tristan Tzara, Albert Valentin (1930).


Notas:

1. Sé que estas dos últimas frases van a colmar de gozo a cierto número de babiecas que tratan, desde hace mucho tiempo, de oponerme a mí mismo. ¿Así que yo digo que «el acto surrealista más simple…»? Pero entonces… y mientras unos, que se sienten aludidos, aprovechan para preguntarme «qué estoy esperando», los otros me acusan de anarquía y quieren hacer creer que me han sorprendido en flagrante delito de indisciplina revolucionaria. Nada me resulta más fácil que echar a perder a esas gentes su pobre efecto. Es verdad, me preocupa saber si un ser está dotado de violencia antes de preguntarme si en ese ser la violencia transige o no transige. Creo en la virtud absoluta de todo lo que se ejerce, espontáneamente o no, en el sentido del disconformismo, y no son las razones de eficacia general en las que se inspira la larga paciencia prerrevolucionaria —razones ante las cuales me inclino— las que me volverán insensible al grito que pueda arrancarnos, a cada instante, la terrible desproporción entre lo que se ha ganado y lo que se ha perdido, entre lo que ha sido otorgado y lo que se ha soportado. Está claro que no es mi intención recomendar este acto que llamo el más simple nada más que porque es simple, y buscarme querella a causa de él sería igual que preguntar burguesamente a todo no conformista por qué no se suicida o a todo revolucionario por qué no va a vivir a la URSS. ¡Con buena música se vienen! La prisa que tienen algunos por verme desaparecer y mi gusto natural por la agitación bastarían para disuadirme de dejar libre tan fácilmente el «campo».

2. En el momento de la publicación original de Marie Roget, las notas colocadas al pie de página hablan sido consideradas superfluas. Pero muchos años han transcurrido después del drama en el que está basado este relato, y nos ha parecido bien agregarlas aquí; jumo con algunas palabras de explicación relativas al propósito general Una muchacha, Mary Cecilia Rogers, fue asesinada en los alrededores de Nueva York y aunque su muerte excitó un interés intenso y persistente, el misterio de que estaba rodeada todavía no se habla resuelto en la época en que este trozo fue escrito y publicado (noviembre de 1842). Aquí; con el pretexto de contar el destino de una chiquilla parisiense, el autor ha trazado minuciosamente los hechos esenciales, así como los no esenciales y simplemente paralelos del homicidio real de Mary Rogers. De este modo, todo argumento fundado en la ficción es aplicable a la verdad; y la búsqueda de la verdad es la meta. El misterio de Marie Roget fue compuesto lejos del teatro del crimen, y sin otros medios de investigación que los periódicos que el autor pudo procurarse. De este modo careció de muchos documentos que le hubiesen sido útiles, de haber estado en el país e inspeccionado los lugares. No resulta inútil recordar, sin embargo, que las confesiones de dos personas (una de ellas la Madame Deluc de la novela), hechas en épocas distintas y mucho tiempo después de esta publicación, han confirmado plenamente no sólo la conclusión general sino también todos los principales detalles hipotéticos en los que esa conclusión se había fundado». (Nota de introducción al Misterio de Marie Roger).

3.¿Hasta? se dirán. Nos corresponde a nosotros, en efecto —sin tolerar por eso que se embote la punta de curiosidad específicamente intelectual con la que el surrealismo irrita en su propio terreno a los especialistas de la poesía, del arte y de la psicología a puerta cerrada—, a nosotros nos corresponde, repito, aproximarnos, con la paciencia que se requiere, y sin sacudidas, al entendimiento con el obrero, poco apto, por definición, para seguirnos en una serie de pasos que no implican, en todos los casos, el punto de vista revolucionario de la lucha de clases. Somos los primeros en deplorar que la Única parte interesante de la sociedad sea mantenida sistemáticamente apartada de lo que ocupa la cabeza de la otra, y que sólo tenga tiempo para las ideas que han de servir directamente a su emancipación, lo que la induce a confundir en una desconfianza sumaria todo lo que se emprende al margen de ella, de buen o mal grado, por la sola razón de que el problema social no se puede plantear aislado. No resulta, pues, sorprendente que el surrealismo refrene la ambición de distraer, por poco que sea, del curso de sus reflexiones propias, admirablemente activas, a la juventud que trajina, mientras que la otra, más o menos cínica, la observa trajinar. Por el contrario, ¿qué corresponde al surrealismo sino comenzar por detener, al borde del conformismo definitivo, a un número limitado de hombres armados únicamente de escrúpulos, pero en los que no todo permite afirmar —ni las duras experiencias que han sufrido permiten probar— que estarán, también ellos, a favor del lujo y en contra de la miseria? Deseamos continuar manteniendo al alcance de estos hombres un conjunto de ideas que nosotros mismos hemos considerado perturbadoras, evitando siempre que la comunicación de esas ideas se convierta de medio —que es lo que debe ser— en objetivo, ya que el objetivo debe ser la ruina total de las pretensiones de una casta a la que pertenecemos a pesar nuestro, y que sólo podremos contribuir a abolir en los demás una vez que las hayamos suprimido en nosotros mismos.

4. No podía haber dado mejor en el clavo: desde que estas líneas aparecieron por primera vez en la Révolution Surréaliste, he podido gozar de tal concierto de imprecaciones contra mí, que si alguna cosa tuviera que hacerme perdonar en todo esto, sería el haber tardado en provocar esta hecatombe. Si hay una acusación a la que reconozco haber dado motivos por mucho tiempo, es seguramente la de indulgencia, y fuera de mis verdaderos amigos hubo espíritus lúcidos que la formularon. Tengo inclinación, es verdad, a una tolerancia muy amplia en cuanto a los pretextos personales de actividad particular y, más todavía, en cuanto a los pretextos personales de inactividad general. Con tal que un corto número de ideas definidas como comunes no fueran puestas en discusión, he dejado pasar —puedo insistir en decirlo: he dejado pasar— a éste sus disparates, a aquél sus tics, a ese otro su falta casi total de capacidad. Téngase la seguridad de que me corregiré No me molesta haberles dado, yo solo, a los doce firmantes de Un cadáver (así denominan demasiado futilmente al planfleto que me han consagrado), la oportunidad de ejercer una verba —que en unos había dejado de existir y en otros nunca había existido—, para hablar con exactitud, despampanante. Pude comprobar que el asunto que esta vez tenían entre manos había por lo menos logrado llevarlos a una exaltación que hasta ahora nada había podido lograr, hasta el punto de que podría creerse que los más jadeantes de entre ellos necesitaran, para recobrar aliento, contar con mi último suspiro. Con todo, gracias, me siento bastante bien; veo con placer que el profundo conocimiento que algunos tienen de mí, por haberme frecuentado asiduamente durante años, los deja perplejos en cuanto a la clase de agravio «mortal» que podrían hacerme, y sólo les sugiere injurias absurdas del tono de las que reproduzco, a título de curiosidad, al final del segundo manifiesto. Juzgan criminal que haya comprado algunos cuadros sin convertirme después en esclavo de ellos: de creerle a dichos señores, en esto estriba positivamente mi culpabilidad… y en haber escrito el presente manifiesto. Que, por propia iniciativa, los diarios, siempre más o menos mal dispuestos hacia mí, hayan concedido que en esta circunstancia no ven muy bien lo que se me pueda reprochar moralmente, me dispensa de entrar a este respecto en detalles ociosos, y me da la medida precisa del mal que pueden hacerme para que no quiera convencer aún más a mis enemigos del bien que se me puede hacer encarnizándose en hacerme ese mal: «Acabo, escribe M. A. R. de leer Un cadáver : sus amigos no podían haberle rendido mejor homenaje. Su generosidad, su solidaridad son impresionantes. Doce contra uno. Para usted soy un desconocido, pero no un extraño. Espero que me permitirá testimoniarle mi estima, enviarle mis saludos. Si usted quisiera —y en el momento en que lo desee— organizar una concentración de fuerzas, esa concentración sería inmensa, y le daría el testimonio de seres que lo siguen, muchos de los cuales son distintos de usted, pero como usted generosos y sinceros, y en soledad. En cuanto a mí, he estado muy interesado estos últimos años en su acción, en su pensamiento». En efecto, espero, no mi día, sino que me atrevo a decir nuestro día, el de todos nosotros que nos reconoceremos tarde o temprano por un signo: que no llevamos los brazos colgando delante como los otros -se han dado cuenta, hasta los más apurados?— Mi pensamiento no está en venta. Tengo treinta y cuatro años y creo capaz a mi pensamiento, más que nunca, de azotar como una carcajada a los que no tienen pensamiento y a los que, habiéndolo tenido, lo han vendido. Me gusta pasar por fanático. Quienquiera que deplore el establecimiento en el plano intelectual de costumbres tan bárbaras como las que tienden a instituirse y reclame la infecta cortesía, deberá considerarme uno de los hombres que, metidos en la lucha, menos habrán admitido salir de ella con algunos tajos decorativos. Nada podrá hacer en esto la gran nostalgia de los profesores de historia de la literatura. Desde hace cien años, graves intimaciones se han hecho. Estamos muy lejos de la dulce, de la suave «batalla» de Hernani.

5. La falsa cita es uno de los sistemas, que desde hace poco, se usan más frecuentemente contra mí. Doy como ejemplo la manera como Monde ha creído sacar partido de esta frase: «Pretendiendo encarar desde el mismo ángulo que los revolucionarios los problemas del amor, del sueño, de la locura, del arte y de la religión, Breton tiene la osadía de escribir… etc.» Es verdad que, como puede leerse en el número siguiente de la misma revista: «La Révolution Surréaliste arremete contra nosotros en su último número. Se sabe que la estupidez de esa gente no tiene límites». (Sobre todo, ¿no es cierto?, después de que esa gente declinó, sin siquiera tomarse la molestia de contestar, vuestro ofrecimiento de colaboración en Monde, ¡Qué hacer!) Del mismo modo, un colaborador del Cadáver me regaña duramente con el pretexto de que he escrito: «Juro no llevar jamás el uniforme francés». Lo siento, pero no se trataba de mi.

6. Por molesta que pueda resultar, por diversas causas, esta comprobación, considero que el surrealismo, pequeñísimo puente tendido sobre el abismo, no debe estar flanqueado de parapetos. Hay motivos para que nos fiemos en la sinceridad de aquellos a quienes, un día, su buen o mal genio los condujo hacia nosotros. Sería excesivo exigirles en este momento una garantía de alianza definitiva, y sería inhumano prejuzgar en ellos la imposibilidad de desarrollo ulterior de cualquier apetito vulgar. ¿Cómo comprobar la solidez del pensamiento de un hombre de veinte años cuando él mismo sólo piensa en hacer valer la calidad puramente artística de algunas cuartillas que presenta, en las que, si bien aparecen las coerciones que él manifiesta aborrecer, no prueban que sea incapaz de hacerlas sufrir? Y sin embargo, de este hombre muy joven, de su solo impulso, depende hasta el infinito la vivificación de una idea sin edad. ¡Pero cuántas contrariedades! Apenas el tiempo para reflexionar sobre ello y ya aparece otro hombre de veinte años. Desde el punto de vista intelectual, la verdadera belleza no se diferencia bien, a priori, de la belleza del diablo.

7.Cuanto más se profundiza la patogenia de las enfermedades nerviosas, dice Freud, más se perciben sus relaciones con los otros fenómenos de la vida psíquica del hombre, hasta con aquellos a los que nosotros adjudicamos el máximo valor. Y vemos cómo la realidad a pesar de nuestras pretensiones, nos satisface poco; así presionados por nuestras represiones interiores, emprendemos, dentro de nosotros, toda una vida de fantasía que, realizando nuestros deseos, compensa las insuficiencias de la existencia verdadera. El hombre enérgico y que tiene ¿dio («que tiene éxito», cedo a Freud, por supuesto la responsabilidad de tal vocabulario) es el que llega a transmutar en realidades las fantasías del deseo. Cuando esta trasmutación fracasa, sea por circunstancias exteriores o por debilidad del individuo, éste se aparta de lo real se refugia en el universo más agradable de sus sueños, y en caso de enfermedad transforma el contenido en síntomas. En ciertas condiciones favorables puede todavía encontrar oa-o medio de pasar de sus fantasías a la realidad en lugar de separarse definitivamente de ella por regresión en el dominio infantil: quiero decir que si posee el don artístico, psicológicamente tan misterioso, puede transformar sus sueños en creaciones artísticas en lugar de síntomas. Así escapa a la fatalidad dela neurosis, y encuentra, gracias a este rodeo, una conexión con la realidad.

8. Si juzgo necesario insistir sobre el valor de estas dos operaciones, no es porque considere que ellas constituyen la única panacea intelectual, sino porque, para un observador adiestrado, se prestan menos que cualquier otra a la confusión o a la trampa, y porque aún no se ha encontrado nada mejor para proporcionar al hombre un sentimiento legítimo de sus recursos. El obvio que las condiciones que nos ofrece la vida se oponen a la ininterrupción de un ejercicio tan aparentemente gratuito del pensamiento. Los que se han entregado a él sin reservas, por bajo que algunos de ellos hayan descendido después, no habrán sido lanzado en vano hacia el total encantamiento interior. En comparación con este encantamiento, la vuelta a una actividad premeditada del espíritu, aun cuando sea del gusto de la mayor parte de sus contemporáneos, sólo ofrecerá a su vista un pobre espectáculo.

Estos medios muy directos, siempre al alcance de todos, que persistimos en destacar desde que no se trata fundamentalmente de producir obras de arte, sino de esclarecer la parte no revelada y sin embargo revelable de nuestro ser —en la que toda la belleza, todo el amor, todo el poder, que están en nosotros y apenas conocemos, resplandecen intensamente—, esos medios inmediatos no son los únicos. Parece especialmente que pueda esperarse mucho, en el momento actual, de ciertos procedimientos de desilusión para cuya aplicación al arte y a al vida darían por resultado fijar la atención no ya sobre lo real, o lo imaginario, sino, por así decir, sobre el reverso de lo real. Nos complacemos en imaginar novelas que no pueden terminar; así como existen problemas que quedan sin solución. ¿Cuándo tendremos una en la que los personajes ampliamente definidos por algunas particularidades mínimas actuaran de una manera totalmente previsible con vistas a un resultado imprevisto, e inversa mente otra en la que la psicología renunciara a embarullar —a expensas de los seres y de los acontecimientos— sus grandes deberes inútiles para aprisionar verdaderamente entre dos placas una fracción de segundo, y sorprender en ella los gérmenes de los incidentes,.0 otra novela en la cual la verosimilitud de los decorados dejara por primera vez de ocultarnos la extraña vida simbólica que los objetos, hasta los mejor definidos y más usuales, sólo tienen en sueño, y también otra cuya construcción sería muy simple pero donde solamente una escena de rapto fuera tratada con las palabras de la fatiga, una tempestad descrita con precisión, pero en jarana, etc.? Quienquiera que juzgue llegado el tiempo de terminar con los irritantes desvaríos «realistas» no tendrá dificultades en multiplicar por sí solo estas proposiciones.

9. Hacía tres semanas que estaba escrito este pasaje del Segundo manifiesto del surrealismo cuando entré en conocimiento del artículo de Desnos titulado «El misterio de Abraham el Judío» que acababa de aparecer la antevíspera en el n° 5 de Documents. «Está fuera de toda duda, escribía yo el 13 de noviembre, que Desnos y yo, hacia la misma época, estábamos embargados por idéntica preocupación, aunque actúabamos con una completa independencia exterior. Valdría la pena dejar establecido que ninguno de nosotros pudo estar informado de los designios del otro, y creo poder afirmar que el nombre de Abraham el Judío no se pronunció jamás entre nosotros. Dos de las tres figuras que ilustran el texto de Desnos (la interpretación vulgar que hace de ellas me parece criticable; por otra parte datan del siglo xvu) son precisamente aquellas de las que más adelante doy una descripción por Flamel. No es la primera vez que una historia semejante me ocurre con Desnos. (Ver «Entrada de los medium», y «Las palabras sin arrugas», en Les Pas perdus, ediciones N. R. F.). A nada he conferido nunca más valor que a la producción de tales fenómenos mediúmnicos que son capaces de sobrevivir hasta a los vínculos afectivos. A este respecto no estoy a punto de cambiar, según creo haberlo dado a entender con bastante claridad en Nadja». G. H. Riviére, en Documents, me ha informado después que Desnos, cuando se le pidió que escribiera sobre Abraham el Judío, oía hablar de él por primera vez. Su testimonio que me obliga a abandonar prácticamente en este caso la hipótesis de una transmisión directa del pensamiento, me parece que podría invalidar el sentido general de mi observación.

10. Pero ya oigo que me preguntan cómo proceder para esa ocultación. Independientemente del esfuerzo encaminado a arruinar la tendencia parasitaria y «francesa» que querría ver al surrealismo terminar fabricando canciones, considero que sería por demás interesante intentar un examen serio de esas ciencias —hoy completamente desacreditadas por diversos motivos—, como la astrología entre todas las antiguas y la metapsíquica (en especial en lo que concierne al estudio de la criptestesia) entre las modernas. Sólo se trata de encarar esas ciencias con la menor desconfianza posible, y para ello es suficiente, en los dos casos, con hacerse una idea precisa, positiva, del cálculo de probabilidades. Pero es conveniente que, en todas las ocasiones, no deleguemos en manos de nadie la operación del cálculo. Establecido esto, considero que no puede dejarnos indiferentes el hecho de que ciertos sujetos sean capaces de reproducir un dibujo encerrado en un sobre opaco, en ausencia del autor del dibujo y de cualquier otro que estuviera informado de lo que se trata. En el curso de diversas experiencias concebidas al estilo de los «juegos de sociedad», cuyo carácter de distracción o hasta recreativo no me parece que disminuya en nada su alcance —textos surrealistas obtenidos,simultáneamente por diversas personas que escriben, en un plazo dado, y en la misma habitación, colaboraciones que deben llevar a la creación de una frase o de un dibujo único en los que un solo elemento (sujeto, verbo o atributo; cabeza, tronco o piernas) es aportado por cada uno («El Cadáver exquisito», ver La Révolution Surréaliste, N° 9-10, y Variétés, junio de 1929), o llevar a la definición de una cosa que no se sabe cuál es («El diálogo en 1928», verLa Révolution Surréaliste, N° 11), o a la conjetura de acontecimientos provocados por la realización de ciertas condiciones absolutamente imprevisibles («Juegos surrealistas», ver Variétés, junio de 1929), etc.— creemos haber hecho surgir una curiosa posibilidad del pensamiento que sería la de su utilización en común. Lo cierto es que de ese modo se establecen sorprendentes relaciones, se manifiestan notables analogías e interviene a menudo un inexplicable factor de infabilidad, y, en definitiva, eso constituye una de las ZOIWIS de convergencia más asombrosas. Nos limitamos, por ahora, solamente a señalarlos. Es evidente, por otro lado, que significaría cierta vanidad de nuestra parte contar exclusivamente con nuestros recursos en este terreno. Además de las exigencias del cálculo de probabilidades (casi siempre desproporcionadas en metapsíquica con los beneficios que se pueden obtener del simple aporte de hechos, y que para comenzar nos obligarían a la espera de ser diez ocien veces más numerosos), es necesario contar también con el don —particularmente mal repartido entre las gentes, desgraciadamente más o menos imbuidas de psicología escolar— que corresponde al desdoblamiento y la videncia. Nada sería tan útil a este respecto como «vigilar» a ciertos sujetos, tomados tanto del mundo normal como del otro, haciéndolo con un espíritu que desafíe a la vez el espíritu del barracón de feria y el del gabinete médico, o sea, con el espíritu surrealista. El resultado de esas observaciones debe quedar registrado exclusivamente de un modo realista, al margen de toda poetización. Pido, una vez más, que les cedamos el lugar a los médium, quienes, aunque en pequeño número, evisten, y que subordinemos el interés de lo que hacemos —que no debe ser sobrestimado— al que presente cualquiera de sus mensajes. Glorificada sea—hemos dicho Aragon y yo— la histeria y su cortejo de mujeres jóvenes y desnudas que se deslizan por los techos. El problema de la mujer es el más maravilloso y perturbador que existe en el mundo; y eso en la medida misma en que nos lleva a él la fe que un hombre no corrompido debe ser capaz de depositar no solamente en la Revolución sino también en el amor. Insisto en ello tanto más que esta insistencia es la que parece haberme valido hasta ahora la mayor animosidad. Sí, creo, y lo he creído siempre, que el renunciamiento al amor, fundado o no en un pretexto ideológico, es uno de los pocos crímenes inexplicables que un hombre dotado de cierta inteligencia pueda cometer en el curso de su demasiado sombría existencia. Unos, que se dicen revolucionarios, querrían sin embargo persuadirnos de la imposibilidad del amor en un régimen burgués, otros pretenden deberse a una causa más ferviente que el amor mismo; la verdad es que casi nadie se atreve a afrontar, con los ojos abiertos, esa gran claridad del amor en la que se confunden, para la suprema edificación del hombre, • las obsesionantes ideas de salvación y de perdición del espíritu. Si no se está a este respecto en actitud de expectación o de receptividad perfecta, ¿quién puede —pregunto yo— tomar humanamente la palabra?

Yo escribía recientemente en una introducción a una encuesta de La Révolution Surrealista:

«Si hay una idea que parece haber rehuido hasta hoy toda tentativa de vasallaje, y haber hecho frente a los más grandes pesimistas, esa es la idea de amor, única capaz de reconciliar a todos los hombres, transitoriamente o no, con la idea de vida. A esta palabra: amor, a la que los chistosos de mal gusto se han ingeniado en hacer víctima de todas las generalizaciones, todas las corrupciones posibles (amor filial, amor divino, amor de la patria, etc.), es ocioso decir que le restituimos aquí su sentido estricto y tremendo de unión total a un ser humano, fundada en el reconocimiento imperioso de la verdad, de nuestra verdad «en un alma y un cuerpo» que son el alma y el cuerpo de ese ser. Se trata, en el curso de esa persecución de la verdad que está en la base de toda actividad valedera, del súbito abandono de un sistema de búsquedas más o menos pacientes, a favor y en provecho de una evidencia que nuestros esfuerzos no provocaron y que cierto día, misteriosamente, se ha encarnado en ciertos rasgos. Lo que decimos tiene por objeto —así lo esperamos— disuadir de respondernos a los especialistas del «placer», a los coleccionistas de aventuras, a los golosos de la voluptuosidad, por poco que se vean impulsados a enmascarar líricamente su manía, tanto como a los denigradores y «curadores» del así llamado amor-con-locura y a los perpetuos enamorados imaginarios En efecto, por esos otros, y solamente por ellos, he esperado siempre hacerme oír. Más que nunca, puesto que se trata aquí de las posibilidades de ocultación del surrealismo, me vuelvo hacia aquellos que no temen concebir el amor como el lugar de ocultamiento ideal para todo pensamiento. A ellos les digo: hay apariencias reales, pero existe un espejo en el espíritu sobre el cual podría inclinarse la inmensa mayoría de los hombres sin verse. El odioso control no funciona tan bien. El ser que amas, vive. El lenguaje de la revelación se expresa con ciertas palabras en voz alta, con ciertas palabras en voz baja, desde muchos lados a la vez. Hay que resignarse a aprenderlo por fragmentos.

Cuando se piensa, por otra parte, en lo que se expresa astrológicamente en el surrealismo, de influencia «uraniana» muy preponderante, ¿cómo no desear, desde el punto de vista surrealista, que aparezca una obra crítica y de buena fe consagrada a Uranus, que ayude a colmar, en este aspecto, la grave y vieja laguna? De más está decir que nada se ha emprendido todavía en ese sentido. El cielo de nacimiento de Baudelaire, que presenta la notable conjunción de Urano con Neptuno, por esa razón queda, por así decir, interpretable. De la conjunción de Urano con Saturno, que tuvo lugar de 1896 a 1898 y que sólo se produce cada cuarenta y cinco arios —conjunción que caracteriza el cielo de nacimiento de Aragon, de Eluard y el mío— sabemos únicamente por Choisnard que, aunque poco estudiada aún en astrología, «significaría, muy verosímilmente: amor profundo por las ciencias, investigación de lo misteriosos, exaltado afán de instrucción». (El vocabulario de Choisnard es, por supuesto, cuestionable). El mismo Chosinard agrega: «¿Quién sabe silo conjunción de Saturno con Urano no dará origen a una nueva escuela en materia de ciencia? Este aspecto planetario, ubicado en buen lugar en un horóscopo, podría corresponder a la naturaleza de un hombre dotado de reflexión, sagacidad e independencia, capaz de ser un investigador de primer orden». Estas líneas extraídas de Influencia Astral son de 1893. En 1925, Choisnard observó que su predicción parecía en camino de realizarse.

2 comentarios en “Lacan y los surrealistas III. Segundo manifiesto de los surrealistas (1930).

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