Foto de obra de Sandra De Berduccy.
Heredar no es una tarea fácil, exige una reformulación de los términos en que ha sido planteado el legado e implica una transformación de sí mismo. Escribe Despret: “Un anciano, sintiendo que su fin estaba llegando, llamó a sus tres hijos para compartir lo que quedaba de sus pertenencias con ellos. Dijo: ‘hijos míos, tengo once camellos; le lego la mitad al mayor de vosotros, un cuarto al segundo y a ti, el último te doy un sexto’. Después de que el padre murió, los hijos quedaron perplejos: ¿cómo dividir esto? Parecía inevitable que hubiera una batalla por el legado. Al no haber encontrado una solución, fueron a la aldea vecina para buscar el consejo de un viejo sabio. Este pensó por un momento, luego negó con la cabeza: ‘no puedo resolver este problema. Todo lo que puedo hacer por ustedes es darles mi viejo camello. Es viejo, delgado y ya no es muy valiente, pero les ayudará a dividir su herencia’. Los hijos se llevaron el viejo camello con ellos y dividieron el lote: el primero recibió seis camellos, el segundo tres y el último dos. Lo que quedaba era el viejo camello enfermizo que luego podrían devolver a su dueño.” (Our Emotional Makeup: Etnopsychology and Selfhood, traducido por Jacinta Gorriti).
Luego comenta: “El ‘sí’ que los hijos lograron producir y del que surgió el método absolutamente inesperado de división, el ‘sí’ que alentó el don del doceavo camello, no es ni la objeción ni la denuncia de una elección imposible, ni la aceptación pura y simple de la herencia. Los hijos lograron considerar el hecho de que lo que su padre les estaba legando no era una solución sino un problema, el problema de lo que pueden hacer con lo que han recibido. Tenían que llegar a ser dignos de la herencia y de la confianza que su padre les mostró legándoles algo a ser creado. El ‘sí’ de los hijos y la inesperada manera de dividir el legado que marca el éxito de la transferencia definen entonces otra forma de heredar. Un legado se crea y todo lo que participa en su creación se convierte en el devenir potencial del legado; los hijos no se han limitado a heredar once camellos, se han convertido a sí mismos en herederos de un problema y han definido el legado, con el problema como un punto de partida. Creo que es aquí donde radica la lección del humor –humor que, en la paradoja, celebra la creación y la invención inesperada de lo que se transfiere y lo que hace que esa transferencia sea aceptable.”
El comentario de Despret es brillante, nos permite entender que la herencia no se resuelve en la mera repetición pasiva ni en la objeción reactiva, requiere una invención creativa de los términos en que ha sido dado el legado. Lo que no dice Despret es que esa solución se encuentra justamente saliendo del ámbito familiar, acudiendo a Otro, aceptando el don de un tercero. Por eso insisto en señalar que la función del padre –el legado– se juega en la terceridad. La cuestión clave para la cultura, que se plantea en la salida del ámbito familiar (la exogamia), no se da sólo en el plano de la reproducción sexual (la prohibición del incesto), sino en el gesto de tramitar la herencia (sean propiedades, ideas, modos, saberes, relaciones, etc.).
En un libro posterior Despret vuelve sobre el problema de la herencia y acentúa la retroactividad en que esta se realiza, que no es sólo un acto de memoria sino de recomposición que enriquece las posibilidades del presente y el futuro: “Heredar no es un verbo pasivo, es una tarea, un acto pragmático. Una herencia se construye, se transforma siempre de manera retroactiva. Nos vuelve capaces, o no, de algo distinto a simplemente continuar; exige que seamos capaces de responder a, y de responder por, aquello que heredamos. Una herencia se realiza, lo cual quiere decir también que uno se realiza en el gesto de heredar. En inglés el término remember –recordar– puede dar cuenta de este trabajo que no es solo de memoria: ‘recordar’ y ‘recomponer’ (re-member). Hacer historia es reconstruir, fabular, de tal manera que se ofrezcan otras posibilidades de presente y de futuro en el pasado.” (¿Qué dirían los animales… si les hiciéramos las preguntas correctas?, p. 168).
Y en su libro sobre los muertos también aparece el problema de la herencia, como si fuese un problema que recomienza cada vez, ante cada nuevo tópico de investigación. Así abre A la salud de los muertos, con el relato de una historia familiar que atraviesa todo el libro: “Sin duda mi padre cultivaba relatos dedicados a diferentes personas. Ahora lo entiendo. Que hoy yo lo releve, es prueba de que se está efectuando un pasaje, de que la transmisión se está efectuando en el presente, bajo la forma de un enigma. A lo largo de este libro voy a intentar heredarlo” (p. 12). Sin duda es el tópico más delicado, el gran tabú de nuestra cultura moderna, donde se pone en juego el borde de la racionalidad: la existencia de los muertos y su relación con los vivos. Este ha sido el libro que a mí al menos más me gustó.
Sin embargo, no es casual que sea en su temprano libro sobre las emociones donde haya planteado el problema de la herencia de manera directa, porque lo que está en juego allí –aunque no lo haga explícito– es todo el problema de la modernidad y la Ilustración tal como lo planteaba Foucault en ¿Qué es la Ilustración?: un proceso del que formamos parte y que implica, a su vez, una tarea a desarrollar. No podemos aceptar el chantaje de estar a favor o en contra de algo que nos constituye ineluctablemente; tenemos que inventar los modos de recibir esa herencia. No importa dónde nos encontremos (centro o periferia, arriba o abajo) o que ámbito indaguemos, el ethos materialista implica asumir un legado y reinventarlo: reinventarnos a nosotros mismos.