Foto de portada, de Ariadna Mierez.
De un tiempo a esta parte, en la ciudad de Montevideo, Uruguay, tiene lugar un ciclo llamado “Psicoanálisis a la calle”. Cito un fragmento del texto que allí se leyó el día en que participé como invitada, junto a María Fernanda Martinez y Santiago Navarro: “La idea de este ciclo de charlas es sencilla, encontrarnos, liberar la palabra, escuchar y escucharse. Poder conversar de psicoanálisis sin buscar consensos, imposiciones o lenguajes comunes, simplemente cuestionandonos y transformándonos. Más allá de la academia, más allá de las escuelas, sin adentros ni afueras, en la calle, en un club de bochas”.
Los encuentros ocurren o no ocurren, pero estos, también, parecen ser efecto directo del lazo que mantienen los integrantes del colectivo en cuestión entre sí, con los invitados y con quienes participan. Sería irrespetuoso y producto del odio generacional considerar que tal práctica política de transversalidad orgánica se explica por la mera juventud de las personas que la ejercen. Las generaciones que saben con su cuerpo que UnPadre es un mito o una institución forzada por la violencia y no una autoridad a la que habría que amar y venerar, son más responsables y respetuosas de la relación con el semejante. Son las que tienen la capacidad de transmitir, a nuestra generación y a las anteriores, modos del lazo inéditos. Tal vez por esto, después de haber terminado esa jornada, por primera vez y a mis casi 48 años, pensé que la gente grande somos esos que creemos entender todo y no entendemos nada.
Aquí comparto algunas de las cuestiones que alcancé a decir esa noche y otras que surgieron durante y después de la interlocución con cada una de las personas presentes, justamente en relación con la transmisión del psicoanálisis. Aprovecho una vez más para agradecer ese espacio y para decir que tal vez no sea casual que tenga lugar en Uruguay, un territorio que parece estar un tanto alejado del bullicio del reconocimiento.
Cuando pretendemos rodear algo del origen, los dichos suenan fatuos, superfluos e impotentes, como si el corte fonemático que talla las palabras quedara reducido a espasmos que no alcanzan ni a escupir la inmensidad de la masa informe. Como si habláramos abajo del agua.
Quizá, a la hora de referirnos a la transmisión, sea necesario y urgente preservar el misterio como tendríamos que hacerlo con la biosfera marina, los glaciares o la mariposa reina. Como a una especie en peligro de extinción. No sólo por su exotismo y belleza, sino también porque ciertas cosas sólo suceden si quienes participamos de ellas nos dejamos instruir por la experiencia, si no terminamos por comprender, cautivar, cooptar y, entonces, instrumentar. Si no protocolizamos lo que se llega a discernir retroactivamente y luego lo mecanizamos y extractivamos.
Amar, leer, soñar y transmitir son verbos que no resisten el imperativo ni la fuerza del voluntarismo.
Sin embargo, “dejar pasar” y “dejarse instruir” no siempre suponen una pasividad activa, a veces requieren de acciones y actos que, por ejemplo, construyan hendijas, resquicios, huecos o desvíos por donde la transmisión prolifere. Porque lo que el psicoanálisis transmite es muy sensible a nuestros modos de participación, con el agravante de que su objeto tiene vocación de pasante, de colado, y siempre entra de queruza. Es un fugitivo.
Eso que se transmite sin nuestra tendenciosidad y mucho menos sin nuestras imposturas es “dado” a media luz: precisa de acciones instauradoras que colaboren en su “consumación“ y, entonces, también de la imaginación, de la plasticidad para dejarnos conducir en su mar de bosquejos y de la escucha de sus insinuaciones, sugerencias efímeras y avisos esenciales.
Pero no seamos ingenuos, el misterio no es algo de lo que se parte: es algo a lo que se llega (o se construye como efecto del recorrido del decir). Es el lugar que, desde lo simbólico y lo imaginario, le hacemos a lo real imposible.
En “El narrador”, a propósito de la transmisión oral, se escucha cómo Benjamin construye el misterio al decir que la voz en la que se apoya el que narra, para contar hechos no acaecidos en la realidad pero verosímiles, primero se autoriza en la estructura del relevo de postas: alguien cuenta que otro contó, que otro contó, que otro contó. Pero en determinado momento, el narrador salta de especie, escalón por escalón, hasta alcanzar el abismo de lo inanimado. La fuente deja de ser la de un hombre para pasar a ser la de un animal, para ser la de un vegetal, hasta reducirse a una voz. Hasta tocar aquello que llamó, no el misterio del cuerpo hablante, sino “la naturaleza del lenguaje”.
Este texto da a escuchar consideraciones que al menos a mi me resultan importantes. I) Cómo hacer lugar al misterio, concreta y materialmente (en esta oportunidad construyendo una fábula que transmite que existe lo instrasmisible: algo que de ninguna manera podemos saber y que más que dificultar la transmisión afinca en el corazón de lo que se transmite). II) Advierte sobre el hecho de que llamemos como llamemos al misterio (el cuerpo hablante, el lenguaje de la naturaleza, lo real), resguardar su función no supone erigir un Otro ni un más allá al que habría que someterse; implica un más acá, un “entre-nosotros”, cuya pluralidad está compuesta de diferentes agenciamientos y su mesología. III) Declara que la legitimidad de lo dicho no se sustenta en una cita de autoridad, sino en la autorización que se desprende del lenguaje mismo y de la red transindividual que teje. IV) Da a escuchar que la transmisión, si ocurre, propicia la transmisión misma, que independientemente de lo que se transmite, si se transmite se transmite la transmisión. Porque lo que se desplaza no es sólo lo encumbrado ni lo prodigioso, sino aquello que está motorizado por el deseo, que está libidinizado. Que está vivo.
A causa de los dispositivos de poder y control, adeptos a controlar lo que de igual manera nunca podrán, solemos actuar como si la transmisión fuera unilateral, jerárquica, exclusivamente coepocal y como si ocurriera sólo entre humanos. Pero la transmisión es recíproca, es transversal, es transtemporal, y, también se produce entre humanos y no-humanos.
Es recíproca, aunque asimétrica y no complementaria, porque su flujo no sólo va, sino que va y viene (varias veces). Quien recibe lo transmitido tiene que hacer un trabajo para apropiárselo o quien recibe lo heredado tiene que hacer un trabajo para heredar. Cada generación transforma sus bases a la letra, se apropia del legado a su manera. Toma lo heredado para vivirlo: para leerlo y reerlo. Para reeescribirlo. Lo que no es correlativo de abrazar la antecedencia por la antecedencia misma, porque las raíces también son políticas y el objeto de la transmisión es una construcción que por mucho que se dé no viene dada(1). El origen de cualquier movimiento no se relata a partir del “había una vez”, se compone desde el futuro anterior del “habrá sido”, desde el que se relanza el entramado que le dio inicio y desde el que vuelve siendo otro cada vez y bajo caminos diferentes que los ya trazados. Por lo que la transmisión no se restringe a la tradición, se expande gracias a la ruptura de la linealidad y de las maneras legitimadas, para buscar nuevas formas, nuevas marcas. Supone, además del trabajo de heredar, un trabajo de desherencia(2), de desconstrucción, en el que nos desembarazamos de un sentido destinológico de continuidad y de un determinismo absoluto. ¿O acaso la transmisión no es un malentendido? ¿O acaso alguien no da lo que no tiene y no sabe que da a otro alguien que toma lo que no quiere o no sabe que toma? ¿O acaso a veces también no se reniega de quienes se hereda y se celebra a quienes se deshereda?
La transmisión no es de arriba hacia abajo, de mejor a peor, de capo a neófito o de maestro a estúpido. Las generaciones (históricas y lógicas) se transmiten mutuamente. Lo que se transmite también ocurre gracias a los pares o a la paridad, gracias a la función del amigo como aquel que soporta la orfandad constitutiva y participa en la inermidad de la existencia. Claro que a veces es necesaria la función del Otro, pero cuando el Otro consiste y se cristaliza no deja pasar la transmisión y produce una deformación que hace de lo que podría ser o habría sido transmisión Mercado de la transferencia o Mercado del saber. O que lleva a que, por ejemplo, los fundadores de ciertos puntos del entramado de la transmisión fundan aquello mismo que fundaron.
La transmisión puede suceder entre muertos y vivos, entre el pasado y el presente, porque no sólo es oral, también se vehiculiza a través de la escritura y las formaciones del inconsciente, como los sueños o los síntomas. También por medio de otros dispositivos que ponen en acto la sincronía y el pasado, que traen a cuento un tiempo que desbarata el tiempo lineal, que hacen presente en el presente el pasado y el futuro. Que dimensionan el acontecimiento.
La transmisión sucede entre humanos y no-humanos, porque su micorriza nos trasciende. Está hecha de la lengua, de los dispositivos, de la época, de la geopolítica, de las modas, de la economía, de la contingencia y vaya a saber de cuántos agenciamientos más.
Con disculpas del esquematismo y la tosquedad, y también de la función de la caricatura (la exacerbación de los rasgos para dar a ver) voy a bosquejar algunos de estos agenciamientos que componen el circuito en pares de opuestos significantes, no sin hacer la salvedad de que no son puros y que conviven en liminalidad por mucho que nos dediquemos a oponerlos: el establishment y lo alternativo, lo histórico y el acontecimiento, lo ritualizado y lo lúdico, lo institucional y lo libero, lo viejo y lo nuevo, lo diacrónico y lo sincrónico, por ejemplo. Pese a que algunos estemos posicionados más de un lado o del otro de estos pares que se sostienen en la tensión del oxímoron y en la fuerza de la fricción, necesitamos de la tradición y de la renovación y de lo instituido y de lo instituyente. Necesitamos de lo que persiste en el tiempo, incluso de cierto acopio, pero también necesitamos de la creación. Necesitamos del estudio de los textos a la letra pero también del placer de la variación y de la profanación. Necesitamos que quienes estamos más de un lado o del otro pongamos en cuestión a aquellos con quienes no acordamos, pero también necesitamos propiciar espacios, como “psicoanálisis a la calle”, donde reunirnos para que la transmisión se suscite por cortocircuitos y por la inauguración de trayectos que multiplican mundos más vastos y complejos. Necesitamos recordarnos que nadie, por más astuto y genial que sea, tiene la capacidad de concentrar la verdad, que ésta siempre se configura fragmentaria y parcialmente.
Y de manera sensata necesitamos estar advertidos de cuáles son los modos de resistir que se propician “de un lado y del otro” de los personajes de esta parodia de egos. Porque así como podemos instituirnos en feudos de los textos de Lacan y, por consiguiente, en sus exegetas, también podemos auto-designarnos enviados del futuro, profetas de la vanguardia y representantes del Mercado de lo nuevo.
Existe el reptilario del psicoanálisis, donde como mandíbulas autómatas repetimos por fonética aforismo tras aforismo. Pero también existe el esnobismo en psicoanálisis, donde como mandíbulas reactivas no acordamos con casi nada de lo escrito y trabajado, y acatamos lo nuevo bajo una especie de sometimiento a la novedad.
Existe un modo de aniquilar la experiencia del psicoanálisis que consiste en transformar la escucha en “escuchas” al servicio de roscas políticas concertracionarias del poder. Pero también existe otro modo de aniquilar la experiencia del análisis reduciéndola a una práctica intelectual y teórica sin consecuencias.
Tal y como en el reptilario ni siquiera podemos oír algo que no hable de Lacan o no hable lacanez, en la posición esnobista tampoco podemos escuchar nada que intente tomar la tradición, ni siquiera para hacer lugar a la invención en el corazón del discurso.
Tal vez la lógica de anverso y reverso de Kant-con-Sade sea homologa a la del reptilario-con-el-esnobismo, puesto que estas dos últimas posiciones se vuelven conservadoras por igual: una de la sacralidad de las tradiciones y otra del prestigio de lo que desde el vamos sería considerado “vanguardia”. (Escribo vanguardia entre comillas para hacer notar que el esnobista, más que el que se adelanta al futuro, es “un futurista de en seguida” o un futurista que pretende abolir el futuro cuanto antes y el pasado para, en resumidas cuentas, quedarse sin tiempo –ni siquiera el de la ruptura.)
Por simpático y precursor que sea el tratamiento del discurso que se limita a querellar el pasado con el diario del lunes, si aguzamos la perspectiva quizá advirtamos que en esta posición también renegamos tanto o más de la diferencia y de la singularidad como la que anquilosa la doctrina y fija la letra. Porque el esnobista es un fanático que en vez de adherir la pulsión a la tradición como el reptiliano, se mimetiza con lo que recién llega y aborrece, incluso, eso misno que practica o dice practicar. No importa cuánto tenga que fingir, a menudo, ciegx, sordx y desprovistx de razón, el o la esnobista (que todxs llevamos dentro) sólo puede confiar en el heraldo de la novedad al que se entrega sin crítica y sin fundamentos propios, a lo mejor porque es más fácil destruir que construir o porque es más seguro y garpa más parapetarse en la pura crítica y ahorrarse el riesgo que trae inventar.
Pero de hecho, ¿quién puede afirmar no haber sido sorprendido jamás, por él mismo, ella misma o por los demás, en el silencio del cuarto de trabajo o en el fragor del mundo, tomadx por el conversadurismo de lo dicho o como un fucking fashion victim?
* El título de este texto está inspirado en el siguiente artículo, https://tirandopatronus.wordpress.com/2020/06/20/los-reptilianos-del-psicoanalisis/
1- La oración de la que parte este pie de página se la debo a Barb Pistoia.
2- La desherencia es el nombre de un artículo de Macedonio Fernández, donde se trabaja este proceso. https://es.scribd.com/document/142579859/MACEDONIO-FERNANDEZ-La-desherencia